Conocí a Clive Barker cuando tenía doce años. Mi papa tenía en su almacén una caja llena de libros cuya procedencia desconocía. Busqué entre ellos algo que me hiciera olvidar del mundo y encontré dos libros. En uno había dos textos de Stephen King “El cuerpo” y “Cuento de invierno”. Fue la primera lectura que hice de King, y sin dudas la mejor. Ese libro se perdió muy pronto de mi cuarto como todas las cosas buenas y malas de mi niñez, pero recuerdo esos dos títulos fotográficamente. Cuento de invierno me impactó mucho y por muchas noches. Recuerdo tan bien su contenido que podría relatarlo en detalle, pese a que ya voy para los 30 y nunca más lo he leído. El otro libro se llamaba “Sangre” de Clive Barker. Un libro negro, pasta dura, del círculo de lectores. La fotografía de la carátula (convenientemente grotesca) no prefiguraba ni de cerca lo que había entre sus páginas. Mi cerebro se dedico a absorber lo que salía de ellas y al final del día tenía la mente tan azucarada de placer que creo no volví a leer más por un mes entero.

Dicho por él mismo, la literatura de Barker es de excesos y no hay nada más que decir al respecto. Salvo leerlo para comprender a qué se refiere.

Tal vez a los 17 años asistí a una reunión informal de jóvenes adictos a la lectura literaria y mencioné a C. Barker y a S. King. Hasta ese momento todos me habían ignorado. Pero, entonces, salvo una que otra sonrisa mal reprimida, recibí las miradas de asco y rechazo más contundentes que se me habían dirigido hasta ese momento. Sorprendentemente ahora todos tenían algo que decirme: eso no era literatura, cómo era posible que yo dedicara tiempo a leer “best sellers” superficiales, la literatura de terror es de segundo nivel, mierda consumista que no tenía nada que ver con el arte. Cómo podía mencionar esos nombres al lado de Cortazar y García Márquez.

Yo no hablaba de literatura, sino de obsesiones. Nadie me comprendió, y así hasta hoy.

martes, 8 de enero de 2008

¡ABAJO, SATÁN!









Las circunstancias habían hecho a Gregorius un hombre incalculablemente rico. Poseía flotillas, palacios, sementales, ciudades. En realidad eran tantas sus posesiones que a los encargados de enumerarlas —cuan­do los acontecimientos de esta historia llegaron a su monstruosa conclusión— les parecía a veces más rápido hacer una lista de las cosas que Gregorius no poseía.

Era rico pero distaba mucho de ser feliz. Lo habían criado en la religión católica y en sus primeros años —antes de su vertiginoso ascenso la fortuna— había encontrado solaz en la fe. Pero la había abandonado luego, y a la edad de cincuenta y cinco años, con el mundo a sus pies despertó una noche para descubrir que carecía de Dios.

Fue un amargo golpe pero de inmediato tomó las medidas necesarias para subsanar la pérdida. Viajó a Roma, habló con el Sumo Pontífice; rezó día y noche; fundó seminarios y colonias de leprosos. Pero Dios se negaba a mostrarle siquiera la uña dcl dedo gordo del pie. Al parecer, Gregorius estaba dejado de la mano de Dios.

Desesperado, se le metió en la cabeza que la única manera de conseguir su propósito de volver a los brazos del Hacedor sería arriesgar el alma del modo más disparatado. La idea tenía sus méritos. «Supongamos que logra a concertar un encuentro con Satán, el enemigo mayor —pensó Gregorius—; ¿acaso Dios, al verme in extremis, no se sentiría obligado a intervenir para hacerme volver al redil?»

Se trataba de un buen plan, pero ¿cómo llevarlo a cabo? El Diablo no acudía con una simple llamada, aunque proviniera de un magnate como Gregorius, y sus búsquedas no tardaron en demostrarle que los métodos tradicionales de invocar al Señor de las Tinieblas —mancillar el Sagrado Sacramento, el sacrificio de criaturas— no fueron más efectivos que las buenas obras para provocar a Jehová. Sólo al cabo de un año de deliberaciones logró dar con un plan maestro. Mandaría construir un Infierno la Tierra, un infierno moderno tan monstruoso que el Tentador se sentiría tentado e iría allí a establecer su, reino como lo hace el cuco en los nidos robados.

Buscó por todo el mundo un arquitecto, y en las afueras de Florencia, languideciendo en un manicomio, encontró a un hombre llamado Leopardo, cuyos planos para los palacios de Mussolini poseían una grandeza demencial que se adaptaba perfectamente al proyecto de Gregorius. Leopardo fue sacado de su celda —era un hombre fétido, una piltrafa— y le devolvieron sus sueños. Su prodigioso genio no le había abandonado.

Para alimentar su inventiva, recorrieron las grandes bibliotecas del mundo en busca de las descripciones de los Infiernos, tanto seglares como metafísicas; las bóvedas de los museos fueron saqueadas en busca de las imágenes prohibidas del martirio. No se dejó piedra por levantar si se sospechaba que debajo se ocultaba algo perverso.

Los planos acabados debían algo a Sade ya Dante, y algo más a Freud y a Kraft-Ebbing, pero también contenían elementos que ninguna mente había concebido jamás, o al menos, nadie se había atrevido a consignar­los sobre el papel.

Se escogió un terreno en el norte de África y comenzó la construcción del Nuevo Infierno de Gregorius. Absolutamente todo lo relacionado con aquel proyecto batió los records. Sus cimientos eran mucho más vastos, sus paredes más gruesas, la fontanería más elaborada que la de ningún otro edificio construido hasta la fecha. Gregorius contemplaba su lenta evolución con un entusiasmo que no había saboreado desde sus pri­meros años de constructor de imperios. Resulta innecesario decir que en todas partes se lo tomó por loco. Los amigos que había tenido durante años se negaron a relacionarse con él; varias de sus empresas quebraron cuando los inversores se espantaron al leer los informes de su demencia. No le importó. Su plan no podía fallar. El Diablo tenía que acudir, aun­que sólo fuera por la curiosidad de ver el Leviatán erigido en su nombre, y cuando apareciera, Gregorius lo estaría esperando.

Las obras tardaron cuatro años y se llevaron la mejor parte de la fortuna de Gregorius. El edificio terminado tenía el tamaño de media docena de catedrales, y albergaba todas las instalaciones que el Ángel de las Tinieblas pudiera desear. Tras sus muros había fuegos, de modo que desplazarse por sus muchos corredores constituía una agonía insoportable. Las habitaciones que daban a esos corredores contaban con todos los dis­positivos imaginables de tortura —agujas, parrillas, cepos— que el genio de los torturadores de Satán hubiera utilizado. Había hornos grandes como para quemar familias enteras; piscinas hondas como para ahogar generaciones. El Nuevo Infierno era una atrocidad a la espera de suceder, una celebración de la inhumanidad a la que sólo le faltaba su causa primera.

Los constructores se marcharon agradecidos. Entre ellos se rumorea­ba que hacía tiempo que Satán vigilaba la construcción de su domo del placer. Algunos llegaron a sostener que lo habían visto en los niveles más profundos, donde el frío era tan intenso, que helaba la orina en la vejiga. Existían pruebas que respaldaban esa creencia en las presencias sobrenaturales cernidas sobre el edificio a medida que éste alcanzaba su termino. Un ejemplo era la cruel muerte de Leopardo; se había arrojado —o, como sostenían los supersticiosos, había sido lanzado— por la ventana del sexto piso del hotel donde se hospedaba. Fue sepultado con la debida extravagancia.

De modo que solo, en el Infierno, Gregorius se dedicó a esperar.

No tuvo que esperar mucho. No había pasado allí más que un día, cuando oyó ruidos provenientes de las profundidades inferiores. Rebo­sante de expectación, fue en busca de su fuente, pero sólo se encontró con la turbulencia de los baños de excrementos y el rugido de los hornos. Regresó a sus aposentos del noveno nivel y esperó. Volvió a oír ruidos; volvió a ir en busca de su fuente, y nuevamente regresó desalentado.

Pero los disturbios no cesaron. En los días siguientes, apenas pasaban diez minutos sin que oyera algún ruido de invasión. El Príncipe de las Tinieblas estaba allí, a Gregorius no le cabía duda, pero se mantenía en las sombras. Gregorius se conformó con seguirle el juego. Al fin y al cabo, era la fiesta del Demonio. Y a él le tocaba participar en el juego que escogiese.

En los largos y a veces solitarios meses que siguieron, Gregorius se aburrió de jugar al escondite y comenzó a exigirle a Satán que se mostrara. El eco de su voz se perdía por los desiertos pasillos sin obtener respuesta, hasta que la garganta se le irritó de tanto gritar. A partir de entonces, continuó con su búsqueda en forma silenciosa, con la esperanza de sorprender a su inquilino. Pero el Ángel Apóstata siempre huía antes de que Gregorius lograra acercarse lo bastante como para verle.

Jugarían un juego de desgaste, Satán y él, persiguiéndose a través hielos, fuegos, hielos otra vez. Gregorius se decía que debía tener paciencia. El Diablo había acudido, ¿o no?¿Acaso en el picaporte no había dejado la señal de su dedo?¿Y sus excrementos en las escaleras? Tarde o temprano, el Supremo Malvado revelaría su rostro y Gregorius le escupiría a la cara.

El mundo exterior prosiguió su camino, y Gregorius fue incluido el mismo grupo que otros reclusos arruinados por las riquezas. Su Locura, término con el que se conocía su obra, no carecía del todo de visitantes. Algunos le habían amado demasiado como para olvidarlo —unos pocos, que habían sacado provecho de él, esperaban aprovecharse aún más de su locura—, y se atrevieron a trasponer la puerta del Nuevo Infierno. Estos visitantes realizaron el viaje sin anunciar sus intenciones, temerosos de encontrarse con la desaprobación de sus amigos. Las investigaciones para esclarecer su desaparición jamás lograron ir más allá de África del Norte.

Y en su Locura, Gregorius seguía persiguiendo a la Serpiente, y ésta lo eludía, no sin dejar más y más terribles señales de su presencia a medida que pasaban los meses.

Fue la esposa de uno de los visitantes desaparecidos quien finalmente descubrió la verdad, y advirtió a las autoridades. La Locura de Gregorius fue puesta bajo vigilancia, y finalmente —unos tres años después de ter­minada—, un cuarteto de funcionarios tuvieron la bravura de trasponer la puerta.

Sin el debido mantenimiento, la Locura había comenzado a deteriorarse de mala manera. En muchos de los niveles fallaban las luces; las pa­redes se habían enfriado; sus pozos de alquitrán se habían solidificado. A medida que los funcionarios se internaron en sus bóvedas oscuras en bus­ca de Gregorius, hallaron amplias evidencias de que, a pesar de su decré­pita condición, el Nuevo Infierno continuaba en perfecto funcionamiento. En todos los hornos había cuerpos con caras enormes y negras; en muchos cuartos había restos humanos sentados y colgados, degollados, o descuartizados.

El terror de los funcionarios fue creciendo con cada puerta que abrían, con cada nueva abominación en la que posaban los febriles ojos.

Dos de los cuatro que traspusieron la puerta jamás llegaron a la cáma­ra del centro. El terror pudo con ellos mucho antes, y huyeron para ser acechados en algún pasadizo sin salida y añadidos a los cientos que ha­bían perecido en la Locura desde que Satán fijara allí su residencia.

De los dos que finalmente desenmascararon al culpable, sólo uno tuvo el coraje de contar lo que vio, aunque las escenas que presenció en el corazón de la Locura eran demasiado terribles para expresarlas en palalabras.

No había señales de Satán, naturalmente. Allí sólo se encontraba Gregorius. El maestro constructor, al no hallar a nadie que habitara la casa que tantos sudores le costara, la había ocupado él mismo. Le acom­pañaban unos cuantos discípulos que había logrado reunir a lo largo de los años. Al igual que él, parecían criaturas corrientes. Pero en el edificio no había instrumento de tortura del que no hubieran hecho un uso prolijo y despiadado.

Gregorius no se resistió al arresto; en realidad, pareció satisfecho de contar con una plataforma desde la que vanagloriarse de sus carnicerías. Posteriormente durante el juicio al que fue sometido, habló libremente de su ambición, de sus apetitos, de toda la sangre que seguiría derramando si lo dejaban en libertad. Juró que sería suficiente como para ahogar todas las creencias y sus ilusiones. Pero aquello le supo a poco. Porque Dios se pudría en el Paraíso y Satán en el Abismo, ¿y quién iba a detenerlo?

Durante el juicio fue muy vilipendiado, y posteriormente, en el mani­comio, donde murió al cabo de dos meses escasos en circunstancias poco claras. El Vaticano destruyó todos los informes que sobre él guardaba en sus archivos; los seminarios fundados en su impío nombre fueron disueltos.

Pero incluso entre los cardenales, hubo quienes no lograron olvidar su impenitente maldad, y en privado, algunos se preguntaban si su estra­tegia no habría triunfado. Si al abandonar toda esperanza en los ángeles —caídos o no—, no se habría convertido él también en un ángel más.

O en todo lo que la Tierra podía soportar de semejantes fenómenos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hoy por casualidad, me he encontrado, con este ...su otro blog, indiscutiblemente, otro rasgo de su rostro .Y la verdad, me gusto
Marce

Anónimo dijo...

HOOLA, me encanta la historia de ABAJO SATÁN y buscando en la web, encontré que un estudio de animacion argentino, hizo un cortometraje animado del cuento!!!!. Les dejo el link por que esta BUENISIMO!!!:
www.pixel-ar.com.ar. Lo pueden ver en la seccion audiovisuales o sino en la homepage en el boton NOVEDADES, es la tercera noticia.
JOHN

Anónimo dijo...

Lo acabó de ver me gustó mucho. El personaje tiene cara de siniestro!!! y la música elegida es buenisima.