Conocí a Clive Barker cuando tenía doce años. Mi papa tenía en su almacén una caja llena de libros cuya procedencia desconocía. Busqué entre ellos algo que me hiciera olvidar del mundo y encontré dos libros. En uno había dos textos de Stephen King “El cuerpo” y “Cuento de invierno”. Fue la primera lectura que hice de King, y sin dudas la mejor. Ese libro se perdió muy pronto de mi cuarto como todas las cosas buenas y malas de mi niñez, pero recuerdo esos dos títulos fotográficamente. Cuento de invierno me impactó mucho y por muchas noches. Recuerdo tan bien su contenido que podría relatarlo en detalle, pese a que ya voy para los 30 y nunca más lo he leído. El otro libro se llamaba “Sangre” de Clive Barker. Un libro negro, pasta dura, del círculo de lectores. La fotografía de la carátula (convenientemente grotesca) no prefiguraba ni de cerca lo que había entre sus páginas. Mi cerebro se dedico a absorber lo que salía de ellas y al final del día tenía la mente tan azucarada de placer que creo no volví a leer más por un mes entero.

Dicho por él mismo, la literatura de Barker es de excesos y no hay nada más que decir al respecto. Salvo leerlo para comprender a qué se refiere.

Tal vez a los 17 años asistí a una reunión informal de jóvenes adictos a la lectura literaria y mencioné a C. Barker y a S. King. Hasta ese momento todos me habían ignorado. Pero, entonces, salvo una que otra sonrisa mal reprimida, recibí las miradas de asco y rechazo más contundentes que se me habían dirigido hasta ese momento. Sorprendentemente ahora todos tenían algo que decirme: eso no era literatura, cómo era posible que yo dedicara tiempo a leer “best sellers” superficiales, la literatura de terror es de segundo nivel, mierda consumista que no tenía nada que ver con el arte. Cómo podía mencionar esos nombres al lado de Cortazar y García Márquez.

Yo no hablaba de literatura, sino de obsesiones. Nadie me comprendió, y así hasta hoy.

jueves, 19 de abril de 2012

La madonna


Jerry Coloqhoun esperó en la escalinata de las Piscinas de Leopold Road durante más de treinta y cinco minutos antes de que Garvey apareciera; poco a poco sus pies fueron perdiendo sensibilidad a medida que el frío se le colaba por la suela de los zapatos. Se juró a sí mismo que llegaría la hora en que sería él quien hiciera esperar a los demás. En realidad, tal prerrogativa no tardaría en verificarse, si lograba convencer a Ezra Garvey para que invirtiera en el Domo del Placer. Aquello requeriría una sed de riesgo y un capital sustancial, y sus contactos le habían asegurado que Garvey, a pesar de su reputación, poseía ambos elementos en abundancia. De dónde venía el dinero de Garvey no era un punto de los procedimientos, al menos así se había convencido Jerry. En los últimos seis meses, varios plutócratas mucho más agradables habían rechazado su proyecto; en semejantes cucunstancias, la delicadeza de sentimientos era un lujo que apenas podía permitirse. No estaba del todo sorprendido por la renuncia de los inversores. Eran tiempos difíciles, y no se podía aceptar riesgos a la ligera. Además, hacía falta cierta imaginación -facultad no muy abundante entre los adinerados que había conocido- para ver las Piscinas transformadas en el reluciente complejo de diversiones que él tenía pensado. Pero sus investigaciones le habían convencido de que en una zona como aquella –donde las casas al borde de la demolición eran compradas y restauradas por una generación de sibaritas de clase media- las instalaciones que el había planeado no podían dejar de dar dinero. Había otro aliciente más. El Ayuntamiento, propietario de las Piscinas, estaba ansioso por deshacerse de la finca del modo mas expeditivo posible, porque los acreedores acosaban. La persona a la que Jerry había sobornado en la Dirección de Servicios Comunitarios -el mismo hombre que había robado alegremente las llaves de la finca por dos botellas de ginebra- le había comentado que el edificio podía adquirirse por nada si la oferta se hacía rápidamente. Todo era cuestión de buena coordinación, y de llegar a tiempo. Cualidad de la que, al parecer, Garvey carecía. Cuando por fin se presentó, el entumecimiento se había desplazado al norte de las rodillas de Jerry, y ya no estaba de tan buen humor. Sin embargo, no dio señales de ello cuando Garvey se bajó de un Rover conducido por su chófer y se acercó a la escalinata. Jerry sólo había hablado con él por teléfono y se esperaba un hombre más corpulento, aunque a pesar de la falta de estatura, no había manera de dudar de la autoridad de Garvey. Aquella autoridad se le notaba en la abierta mirada de evaluación que le echó a Coloqhoun, en sus rasgos nada felices, en el traje inmaculado. Se estrecharon la mano. -Me alegra conocerle, señor Garvey. El hombre asintió con la cabeza, pero no le devolvió el cumplido. Jerry no veía la hora de guarecerse del frío, y por eso abrió la puerta principal y lo condujo hasta el interior. -Sólo dispongo de diez minutos -dijo Garvey. -Muy bien -repuso Jerry-. Sólo quería enseñarle la distribución. -¿Ha estudiado el edificio? -Por supuesto. Era mentira. Jerry sólo había estado en el edificio en el mes de agosto, por cortesía de un contacto del Departamento de Arquitectura, y desde entonces sólo había visto el lugar desde fuera. Habían pasado cinco meses desde que entrara en el edificio, y abrigó la esperanza de que el acelerado deterioro no se hubiera apoderado definitivamente del lugar. Entraron en el vestíbulo. Olía a humedad, pero el aroma era soportable. -No hay electricidad -explicó-. Tendremos que utilizar una linterna. Sacó la linterna del bolsillo y enfoco el haz luminoso hacia la puerta interior. Tenía un caudado. Se quedó mirándolo sin decir palabra. Si la última vez que había estado allí, esa puerta estaba cerrada, no lo recordaba. Probó con la única llave que le habían dado, sabiendo antes de meterla en la cerradura que no serviría. Maldijo por lo bajo, repasando mentalmente las opciones disponibles. O bien Garvey y él se daban media vuelta y dejaban las Piscinas con sus secretos -si el moho, la podredumbre y un techo a punto de venirse abajo podían clasificarse como secretos-, o bien intentaba entrar por la fuerza. Le echó un vistazo a Garvey, que había sacado un prodigioso cigarro del bolsillo y le daba ligeros toques con una llama; se formó una nube de humo aterciopelado. -Lamento el contratiempo -dijo. -Son cosas que pasan -repuso Garvey, claramente imperturbable. -Me parece que harán falta un par de brazos fuertes -dijo Jerry, sondeando a Garvey para ver qué le parecía lo de entrar por la fuerza. -Me parece bien. Jerry efectuó una rápida inspección del vestíbulo en busca de un implemento. En la taquilla encontró un taburete de patas metálicas. Lo sacó y fue hacia la puerta, consciente de que la mirada divertida y benigna de Garvey lo seguía a todas partes. Utilizó una de las patas a manera de palanca y rompió el candado, que cayó sobre los mosaicos del suelo con estrépito. -Ábrete, sésamo -murmuró con cierta satisfacción, y abrió la puerta de un empellón para que pasara Garvey. El eco producido por el ruido del candado se demoró en los pasillos desiertos por los que pasaron y fue disminuyendo hasta convertirse en un suspiro. El interior parecía más inhóspito de lo que Jerry recordaba. Las ráfagas de luz que se filtraban por los cristales enmohecidos de las claraboyas del pasillo eran de color gris azulado. La luz y las cosas iluminadas rivalizaban en melancolía. Sin duda, en otra época las Piscinas de Leopold Road habían sido un ejemplo de art déco, de azulejos relucientes y bonitos mosaicos en suelos y paredes. Pero no en la vida adulta de Jerry. Hacía tiempo que los mosaicos del suelo se habían levantado con la humedad, y que de las paredes los azulejos habían caído por centenares, dejando un dibujo de cerámica blanca y mortero ennegrecido como si se tratara de un enorme crucigrama carente de pistas. La atmósfera de indigencia era tan profunda que a Jerry le entraron ganas de abandonar su intento de venderle el proyecto a Garvey. Sin duda no habría esperanza de ventas por más ridículamente bajo que fuera el precio de compra. Pero Garvey parecía más interesado de lo que Jerry había creído. A grandes zancadas se internó en el pasillo, fumando el cigarro y gruñendo para sí mientras avanzaba. Jerry presintio que sólo una curiosidad morbosa podía empujar al magnate a adentrarse en aquel mausoleo de ecos. -Es atmosférico. Este lugar tiene posibilidades -dijo Garvey-. No tengo reputacion de filántropo, Coloqhoun, y usted ha de saberlo, pero tengo buen gusto por las cosas finas. Se había detenido delante de un mosaico que reflejaba una indefinida escena mitológica de peces, ninfas y dioses marinos juguetones. Gruñó apreciativamente siguiendo la curva sinuosa del diseño con la punta humedecida del cigarro. -Hoy en día no se ve mano de obra así -comentó. -Es soberbio -dijo Jerry, aunque no le pareciera gran cosa. -Enséñeme el resto. El complejo había albergado en otra época gran cantidad de servicios -salas de sauna, baños turcos, baños termales-, además de las dos piscinas. Estas distintas zonas estaban conectadas por una maraña de pasadizos que, a diferencia del pasillo principal, no tenían claraboyas; allí tendrían que conformarse con la luz de la linterna. A oscuras o no, Garvey quiso ver todas las zonas públicas. Los diez minutos de los que disponía al principio se convirtieron en veinte, y luego en treinta, pues a cada rato, cuando descubría algún nuevo elemento que provocaba sus comentarios, interrumpía el recorrido. Jerry escuchaba con fingida comprensión; el entusiasmo de aquel hombre por la decoración le resultaba detestable. -Me gustaría ver las piscinas -anunció Garvey tras haber realizado una prolija investigación de los servicios secundarios. Jerry lo condujo servicialmente por el laberinto hacia las dos piscinas. En un diminuto corredor, muy cerca de los baños turcos, Garvey dijo: -Silencio. -¿Cómo? -inquirió Jerry, parándose en seco. -He oído una voz. Jerry escuchó. El haz de la linterna iluminó los mosaicos del suelo, dejando una tenue luminiscencia a su alrededor que hizo palidecer el rostro de Garvey. -No oigo... -He dicho silencio -le ordenó Garvey. Movió lentamente la cabeza hacia un lado y hacia el otro. Jerry no oía nada. Y en ese momento, tampoco Garvey. Se encogió de hombros y le dio una chupada al cigarro. La voz se había apagado, ahogada por el aire húmedo. -Un truco de los corredores -comento Jerry-. Los ecos resultan engañosos. A veces se oye el ruido de los propios pasos que vuelven para recibirnos. Garvey volvió a gruñir. El gruñido parecía su más valioso elemento del lenguaje. -He oído algo -insistió, claramente insatisfecho por la explicación de Jerry. Volvió a escuchar. En los corredores reinaba un silencio tal que se podría haber oído el sonido de un alfiler al caer al suelo. Ni siquiera se oía el tráfico de Leopold Road. Por fin, Garvey pareció contento. -Adelante -dijo. Jerry lo guió hacia las piscinas, aunque no conocía muy bien el camino. En varias ocasiones giraron en sentido equivocado y fueron a parar a una maraña de corredores idénticos, pero finalmente llegaron a su destino. -Hace calor -dijo Garvey, mientras esperaba delante de la piscina más pequeña. Jerry asintió con un murmullo. En su ansia por llegar a las piscinas no había notado que la temperatura aumentaba. Pero en cuanto se detuvo, comprobó que tenía el cuerpo bañado en sudor. El aire era húmedo, y no olía a moho, como en los demás lugares del edificio, sino que despedía un aroma más malsano, casi oprimente. Esperó que Garvey, envuelto en el humo de su cigarro, no percibiera el olor, porque distaba mucho de ser agradable. -Está encendida la calefacción -dijo Garvey. -Eso parece -asintió Jerry, aunque no entendía por qué. Tal vez el Departamento de Ingeneria pusiera en marcha de vez en cuando el sistema de calefacción, para que no se estropeara con la inactividad. En ese caso, ¿estarían en el corazón del edificio? ¿Acaso Garvey habría oído voces de verdad? Mentalmente intentó encontrar una explicación por si se topaba con ellos. -Las piscinas -anunció, y abrió una de las puertas dobles. La claraboya de aquella sala estaba mucho más sucia que las del pasillo principal; por ella apenas se filtraba algo de luz. Sin embargo, Garvey no se amilanó. Traspuso el umbral y se acercó al borde de la piscina. Había poco que ver; allí, las superficies estaban cubiertas por una capa de moho de varios años. En el fondo de la piscina, apenas visible debajo de las algas, los mosaicos formaban un dibujo. Un brillante ojo de pez los miraba desde la profundidad, con un perfecto descuido. -Siempre me ha dado miedo el agua -comentó Garvey, pensativo, mientras miraba la piscina vacía-. No se de dónde me viene. -De la infancia -sugirió Jerry. -¿Le parece? -repuso Garvey-. Mi mujer dice que es del útero. -¿El útero? -Según ella no me gustaba nadar en el útero de mi madre -repuso con una sonrisa que podía haber sido a sus propias expensas, aunque más bien parecía a expensas de su mujer. Un sonido breve, como de algo que cae, les llegó a través de la piscina vacía. Garvey se quedo helado. -¿Ha oído eso? –inquirió-. Aquí hay alguien más. Su voz se había elevado de repente media octava. -Serán ratas -repuso Jerry. No deseaba encontrarse con los ingenieros, porque temía que le formularan preguntas incómodas. -Deme la linterna -le ordeno Carvey, quitándosela de la mano. Iluminó el lado opuesto de la piscina. Aparecieron una serie de vestuarios, y una puerta por la que se podía salir de la piscina. No se movió nada. -No me gustan las alimañas -dijo Garvey. -Es que este sitio está abandonado -comentó Jerry. -Sobre todo si son de la especie humana -concluyó Garvey. Lanzó la linterna a las manos de Jerry-. Tengo enemigos, señor Coloqhoun. Aunque ya estara usted al tanto de mis antecedentes, ¿no es así? No soy un lirio del valle. -La preocupación de Garvey por los ruidos que creía haber escuchado adquiría un desagradable sentido. No temía a las ratas, sino que le hicieran daño físico-. Sera mejor que nos vayamos dijo-. Enséñeme la otra piscina y habremos terminado. -De acuerdo -dijo Jerry, tan feliz como su invitado de poder marcharse. El incidente le había dado más calor. Sudaba copiosamente. y las gotas le caían por la nuca. Le dolía la nariz. Condujo a Garvey por el pasillo hasta la puerta de la piscina más grande y la empujó. La puerta no se abrió. -¿Algún problema? -Estará cerrada por dentro. -¿Hay otra forma de entrar? -Creo que sí. ¿Quiere que dé la vuelta por atrás? -Le concedo dos minutos -dijo Garvey, echando un vistazo a su reloj-. Tengo varias citas. Garvey vio desaparecer a Coloqhoun por el corredor oscuro, con la luz de la linterna marchando delante. El tipo no le caía bien. Iba demasiado bien afeitado; y calzaba zapatos italianos. No obstante, dejando de lado al padre de la idea, el proyecto tenía su mérito. A Garvey le gustaban las Piscinas y sus anexos, la uniformidad de su diseño, la banalidad de sus decoraciones. A diferencia de muchas personas, encontraba tranquilizadoras las instituciones: los hospitales, las escuelas, incluso las prisiones. Olían a orden social, aliviaban esa parte interior suya temerosa del caos. Era mejor un mundo excesivamente organizado que uno no organizado suficientemente. El cigarro había vuelto a apagársele. Se lo llevó a los labios y encendió una cerilla. Al apagarse la primera llama, en el corredor vislumbró a una muchacha desnuda que lo estaba observado. La visión fue momentánea, pero cuando la cerilla se le cayó de los dedos y la luz se apagó, apareció en su mente, perfectamente intacta. Era joven -a lo sumo tendría quince años-, y su cuerpo, pleno. El sudor que le perlaba la piel le daba una sensualidad tal que podría haber sido producto de sus sueños. Tiró el cigarro a medio fumar, buscó otra cerilla y la encendió, pero en los escasos segundos de oscuridad la bella niña había desaparecido, dejando simplemente el aroma de su dulce cuerpo en el aire. -Niña...-llamó. La visión de su desnudez, y la sorpresa reflejada en aquellos ojos, le provocaron ansias de volver a verla. -Niña... La llama de la segunda cerilla no logró penetrar más de uno o dos metros de corredor. -¿Estás ahí? No podía andar muy lejos, reflexionó. Encendió una tercera cerilla y fue en su busca. Había avanzado unos cuantos pasos, cuando oyó a alguien a sus espaldas. Se volvió. La luz de la linterna iluminó el susto que llevaba en la cara. Era el de los zapatos italianos. -No hay forma de entrar. -No es necesario que me encandile -dijo Garvey. El haz de luz bajó. -Disculpe. -Coloqhoun, aquí hay alguien. Es una chica. -¿Una chica? -Tal vez sepa usted algo. -No. -Estaba completamente desnuda. Apareció a tres o cuatro metros de mí. Perplejo, Jerry miró a Garvey. ¿Acaso padecería delirios sexuales? -Le digo que vi una chica -protestó Garvey, aunque nadie le había llevado la contraria-. Si no hubiera llegado usted, la habría agarrado. -Volvió a mirar hacia el corredor-. Ilumine por ahí, haga el favor. Jerry enfocó el haz luminoso hacia la maraña. No había señales de vida. -Maldita sea -dijo Garvey con genuina pena. Se volvió a mirar a Jerry-. Está bien. Salgamos de aquí. Cuando se despidieron en las escalinatas, dijo: -Me interesa. El proyecto no carece de potencial. ¿Tiene un plano del edificio? -No, pero puedo conseguir uno. -Hágalo. -Garvey encendió un nuevo cigarro-. Y envíeme su propuesta con más detalles. Entonces volveremos a hablar. Tuvo que entregar una considerable suma a su contacto del Departamento de Arquitectura para sacarle los planos de las Piscinas, pero a la larga, Jerry los consiguió. Sobre el papel, el complejo parecía un laberinto. Y como en el mejor de los laberintos, no había un orden aparente en la disposición de las duchas, los lavabos y lós vestuarios. Fue Carole la que le probó que esa tesis estaba equivocada. -¿Qué es eso? -le preguntó mientras Jerry estudiaba los planos esa noche. Habían pasado cuatro o cinco horas juntos en el apartamento de Jerry, sin los altercados y el mal ambiente que últimamente les estropeaban cada velada. -Son los planos de las Piscinas de Leopold Road. ¿Quieres otro brandy? -No, gracias. Observó los planos mientras él se levantaba para volver a llenarse la copa. -Creo que he convencido a Garvey para que se asocie conmigo –dijo Jerry. -¿Vas a hacer negocios con él? -No me hagas sentir como un negrero. El tío tiene dinero. -Dinero sucio. -¿Qué importa un poco de suciedad entre amigos? Lo miró friamente y Jerry deseó poseer la capacidad de repetir los últimos diez segundos y borrar el comentario. -Necesito este proyecto -le dijo. Llevó la copa hasta cl sofá y se sentó frente a ella; los planos estaban desplegados sobre la mesita que había entre ambos-. Necesito que aunque sea por una vez las cosas me salgan bien. Los ojos de Carole se negaron a concederle un respiro. -Creo que Garvey y los de su calaña no son buena gente. No me importa cuánto dinero tenga. Es un villano, Jerry. -Entonces tengo que olvidarme de todo el proyecto, ¿eh? ¿Es eso lo que insinuas? -Habían discutido en anteriores ocasiones sobre el particular-. ¿Pretendes que me olvide de todos los esfuerzos que he realizado y que agregue esta fracaso a los anteriores? -No hace falta que grites. -¡No estoy gritando! -Está bien -dijo en voz baja-, no estás gritando. -¡Dios Santo! Carole continuó estudiando los planos. Él la observaba por encima del borde de la copa de whisky; le miró el fino cabello rubio peinado con raya al medio. Tenía tan poco sentido que siguieran juntos... Los procesos que los habían conducido hasta aquel callejón sin salida eran obvios, pero nunca lograban encontrar el terreno común necesario para intercambiar opiniones de un modo fructífero No sólo sobre aquel tema, sino sobre medio centenar más. Los pensamientos que zumbaban bajo aquel tierno cráneo eran para él un misterio, y probablemente, a ella le ocurría lo mismo con respecto a él. -Es una espiral -dijo Carole. -¿El qué? -Las Piscinas. Están diseñadas en forma de espiral, fijate. Se levantó para ver los planos, mientras Carole trazaba una ruta por los pasillos con el dedo índice. Tenía razón. Aunque los imperativos de las instrucciones de los arquitectos habían oscurecido la claridad de la imagen, la maraña de corredores y cuartos formaba una somera espiral. Los círculos de sus dedos fueron dibujando giros cada vez más cerrados mientras describían la forma. Finalmente, se detuvo en la piscina más grande, la que permanecía cerrada. Jerry se quedó mirando los planos en silencio. Si ella no lo hubiera notado, sabía que podía haberse pasado una semana entera mirando los planos sin descubrir la estructura oculta. Carole decidió que no sc quedaría a dormir. En la puerta intentó explicarle que no significaba que todo había terminado, sino que valoraba demasiado su intimidad como para utilizarla de parche. Jcrry lo comprendió a medias. Carole se imaginaba a ambos como animales heridos. Al menos tenían una vida metafórica en común. Estaba acostumbrado a dormir solo. En cierto modo, prefería estar solo en su cama que compartirla con alguien, incluso con Carole. Pero esa noche la necesitaba a su lado; en realidad, necesitaba a alguien a su lado, aunque no fuera ella. Sc sentía inquieto sin motivos, como un niño. Cuando llego el sueño, volvió a huir, como si temiera soñar. Hacia el amanecer se levantó; prefería el insomnio a aquel horrible sueño agitado. Se envolvió cn la bata y fue a la cocina a prepararse un poco de té. Los planos seguían desplegados sobre la mesita de café, donde los habían dejado la noche anterior. Sorbiendo el dulce y cálido té de Assam, se quedó pensando en los planos. Desde que Carole se lo había indicado, no lograba hacer otra cosa que concentrarse en la espiral, a pesar de la variedad de detalles que le llamaban la atención; la espiral era una prueba irrefutable de que debajo del caos aparente había una mano oculta. Sus ojos quedaron atrapados, y fue seducido por aquellas curvas a seguir la ruta incesante, vueltas y vueltas, en círculos cada vez más cerrados. Pero ¿hacia qué? Una piscina cerrada. Ahíto de té, volvió a la cama; esta vez, la fatiga pudo más que sus nervios, y el sueño que le había sigo negado lo invadió. Carole lo despertó a las siete y cuarto; le telefoneaba antes de ir a trabajar para disculparse por lo de la noche anterior. -No quiero que todo salga mal entre nosotros, Jerry. Y tu lo sabes, ¿verdad? Sabes que significas mucho para mí. No soportaba hablar de amor por las mañanas. Lo que a medianoche le parecía romántico le sonaba ridículo al amanecer. Le contestó con declaraciones de compromiso y quedó en verla a la noche siguiente. Y se volvió a la cama. Desde que visitara las Piscinas, no pasó siquiera un cuarto de hora sin que Ezra Garvey pensara en la chica que había visto en el corredor. La cara de la niña había acudido a su mente mientras cenaba con su esposa y hacía el amor con su amante. Una cara tan ilimitada, tan brillante de posibilidades... Garvey se consideraba un hombre atractivo para las mujeres. A diferencia de gran parte de sus potentados colegas, cuyas consortes eran un aditamento que daba más beneficios cuando estaban ausentes siempre que no las necesitaran para una funcion específica, Garvey disfrutaba en compañía del sexo opuesto. Sus voces, sus perfumes, sus risas. La avidez que sentía por su proximidad no conocía limites; eran criaturas preciosas y estaba dispuesto a gastarse pequeñas fortunas para asegurarse su compañía. Por lo tanto, esa mañana, cuando regresó a Leopold Road, llevaba la chaqueta cargada de dinero y alhajas caras. Los transeúntes estaban demasiado preocupados en no mojarse las cabezas (desde el amanecer había caído una fría y constante llovizna) como para fijarse en el hombre que estaba de pie en las escalinatas bajo un paraguas negro, mientras otro se agachaba e intentaba abrir el candado. Chandaman era un experto en cerraduras. El candado se abrió con un chasquido al cabo de unos segundos. Garvey bajó el paraguas y se metió en el vestíbulo. -Espera aquí -le ordenó a Chandaman-. Y cierra la puerta. -Sí, señor. -Si te necesito te llamaré. ¿Llevas la linterna? Chandaman sacó la linterna de la chaqueta. Garvey la tomó, la encendió y desapareció corredor abajo. O bien en el exterior hacia mucho más frío que el día anterior, o bien en el interior el calor era excesivo. Se desabrochó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata. Recibió con beneplácito el calor, porque le recordaba el brillo de la piel de la niña de sus ensueños, la lánguida mirada de sus ojos negros. Avanzó por el corredor; la luz de la linterna bañó los mosaicos. Siempre había tenido un buen sentido de la orientación; sólo tardó unos minutos en dar con el camino hacia el exterior de la piscina más grande, donde había encontrado a la chica. Al llegar se quedó quieto y aguzó el oído. Garvey era un hombre acostumbrado a mirar por encima del hombro. Toda su vida profesional, dentro o fuera de la cárcel, había tenido que cuidarse de los asesinos. Aquella vigilancia incesante le había vuelto sensible a la menor señal de presencia humana. Los sonidos que otros hubieran pasado por alto le imprimían un tatuaje de advertencia en los tímpanos. Pero allí, nada. Silencio en los corredores; silencio en las antesalas de los baños turcos; silencio en todos los enclaves azulejados de un extremo al otro del edificio. Y sin embargo sabía que no estaba solo. Cuando le fallaban los cinco sentidos, un sexto perteneciente quizá más a la bestia que llevaba dentro que al hombre sofisticado reflejado en el traje caro que vestía- captaba las presencias. En más de una ocasion aquella facultad le había salvado el pellejo. Y esperaba que en aquellas circunstancias lo guiara hasta los brazos de la belleza. Fiándose del instinto, apagó la linterna y avanzo por el corredor del que había surgido la muchacha, tanteando las paredes. La presencia de la presa lo incitaba. Sospechaba que se encontraba al otro lado de alguna pared, siguiendo sus pasos por algún pasadizo secreto al que él no tenía acceso. La idea de aquel acecho lo satisfizo. Ella y él, solos en aquella sudorosa maraña, jugando un juego que ambos sabían que acabaría en captura. Se movió furtivamente; su pulso fue marcándole los segundos de la persecución en el cuello, en las muñecas y en la entrepierna. El sudor le pegó el crucifijo al pecho. Finalmente, el corredor se bifurcó. Se detuvo. La luz era muy escasa, y la poca que había perfilaba los túneles de un modo engañoso. Resultaba imposible juzgar la distancia. Pero fiándose de sus instintos, giró hacia la izquierda y se guió por el olfato. Inmediatamente halló una puerta. Estaba abierta; la traspuso y se encontró en un espacio más amplio, al menos eso supuso a juzgar por el sonido apagado de sus pasos. Volvió a permanecer quieto. Esta vez sus oídos se vieron recompensados con un sonido. Provenía del otro lado de la habitación; era el suave murmullo de unos pies desnudos sobre los mosaicos. ¿Sería su imaginación, o llegó a atisbar a la niña, su cuerpo esculpido en la oscuridad, más pálido que la negrura que la rodeaba y más suave aún? ¡Sí! Era ella. A punto estuvo de gritarle, pero luego se lo pensó mejor. La persiguió en silencio, feliz de seguirle el juego hasta que se hartara. Atravesó la habitación, traspuso otra puerta que daba a otro túnel. El aire era mucho más cálido que en otras partes del edificio; pegajoso y congraciador, se le apretó al cuerpo. Un instante de ansiedad le cerró la garganta; estaba olvidando todos los artículos de fe del autócrata al introducir tan de buena gana la cabeza en el lazo cálido. Aquello podía muy bien ser una trampa: la muchacha, la persecución. Al doblar la siguiente esquina los pechos y la belleza podían haber desaparecido, y un cuchillo podría clavársele en el corazón. Sin embargo, sabía que no era así; sabía que los pasos que oía eran los de una mujer, ligeros y esbeltos; que el bochorno que le producía nuevas olas de sudor sólo podía nutrir suavidad y pasividad. En semejante calor los cuchillos no podían sobrevivir; su filo se estropearía, su ambición caería en el abandono. Estaba seguro. Más adelante, las pisadas se interrumpieron. Él también se detuvo. De alguna parte provenía un poco de luz, aunque su fuente no resultaba visible. Se mojó los labios; sabían a sal. Avanzó. Sus dedos palparon los azulejos, que rezumaban agua; los pies le resbalaban en los mosaicos. A cada paso, su expectación iba en aumento. La luz se tomó más brillante. No era del día. La luz del sol no lograba penetrar en aquel santuario; se parecía más a la luz de la luna, suave,evasiva; aunque tampoco tendría acceso a aquel lugar, pensó Garvey. Fueran cuales fuesen sus orígenes, gracias a ella logró ver a la muchacha, mejor dicho, a una muchacha, porque no era la misma que viera dos días antes. Estaba desnuda, era joven, pero por lo demás, era distinta. Logró verla brevemente antes de que huyera de el por el corredor y girara en una esquina. La,perplejidad otorgó un sabor excitante a la persecución; no era una, sino dos las niñas que ocupaban aquel lugar secreto. ¿Por qué? Volvió la vista atrás para asegurarse de que su vía de escape quedaba libre, en caso de que tuviera que retirarse, pero su memoria, confundida por el aire perfumado, no lograba formarse una clara idea de la ruta que lo había conducido hasta allí. La preocupación mantuvo a raya su entusiasmo, pero no quiso sucumbir a ella, y continuó avanzando; fue tras la muchacha hasta el final del corredor y giró a la izquierda. El pasillo recorría una pequeña distancia antes de volver a girar a la izquierda; la muchacha acababa de desaparecer por allí. Apenas consciente de que los giros se hacían cada vez más cerrados con cada vuelta, fue tras la muchacha, respirando entrecortadamente por la agobiante atmósfera y la persecución. De repente, cuando giró una última esquina, el calor se hizo más aplastante y el pasillo lo condujo a una pequeña cámara apenas iluminada. Se desabrochó el cuello de la camisa. Las venas del dorso de las manos sobresalían como cordeles; notó cómo le trabajaban el corazón y los pulmones. Pero sintió alivio al comprobar que la persecución concluía allí. El objeto de su cacería estaba allí de pie, dándole la espalda, y al ver aquella espalda suave y aquellas nalgas exquisitas, su claustrotobia se evaporó. -Niña... -jadeó-, sí que me has hecho correr. La chica pareció no oírlo, o mejor dicho, pareció llevar el juego hasta los límites de la desobediencia. Avanzó por los mosaicos resbaladizos. -Te estoy hablando. Cuando estuvo a una media docena de pasos de ella, la chica se volvió. No era la muchacha que acababa de perseguir por el corredor, ni tampoco la que había visto hacía dos días. Aquella criatura era otra distinta. Su mirada reposó sobre aquel rostro desconocido durante unos segundos, antes de bajar vertiginosamente al niño que llevaba en brazos. Era un lactante, como cualquier niño recién nacido, que chupaba hambriento de uno de los jóvenes pechos. Pero en sus cincuenta y tantos años de vida, los ojos de Garvey jamás habían visto una criatura como aquélla. Le invadieron las náuseas. Ver a la muchacha amamantando fue ya una gran sorpresa, pero verla amamantar semejante cosa, semejante paria de vaya a saber qué tribu, humana o animal, fue algo que su estómago apenas pudo resistir. El infierno mismo daba retoños más dignos del abrazo. -En nombre de Dios, ¿qué...? La muchacha observo fijamente la sorpresa de Garvey, y una ola de risotadas le surcó el rostro. Garvey mencó la cabeza. La criatura que llevaba en los brazos desenroscó un miembro y lo estampó sobre el pecho de su madre para sacar más alimento. Aquel gesto convirtió el asco de Garvey en ira. Haciendo caso omiso de las protestas de la muchacha, le arrancó la abominación de los brazos; la sostuvo lo suficiente como para sentir el saco reluciente de aquel cuerpo retorcerse entre sus manos, y luego lo arrojó con todas sus fuerzas contra la pared opuesta de la cámara. Al golpear contra los azulejos, gritó; su quejido acabó tan de prisa como había empezado, pero fue repetido rápidamente por la madre. La muchacha corrió hacia el sitio donde yacía la criatura; al parecer, el impacto había abierto el cuerpo sin huesos. Uno de sus miembros, de los que tenía al menos media docena, intentó elevarse para tocarle la cara bañada en lágrimas. La muchacha cobijó en sus brazos a aquella cosa; unos hilillos de fluido reluciente le corrieron por el vientre y las ingles. Más allá de la cámara se oyó un grito. Garvey sabía de qué se trataba: contestaba al grito de muerte de la criatura, y al lamento creciente de su madre, pero aquel sonido era más perturbador que los otros dos. La imaginación de Garvey se tornó una facultad empobrecida. Mas alla de sus sueños de mujeres y riquezas había un erial. Pero al oír el sonido de aquella voz, el erial floreció y dio paso a unos horrores que se creía incapaz de concebir. No eran retratos de monstruos, que en el mejor de los casos no podían ser más que la conjunción de los fenomenos experimentados. Lo que su mente creó fueron mas sensaciones que visiones; provenían de su esencia y no de su mente. Todas las certezas se echaron a temblar –la masculinidad, el poder, los dobles imperativos del temor y la razón-, todas se subieron el cuello del abrigo y se negaron a reconocerlo. Comenzó a temblar, con un temor que sólo sentía en sueños, mientras el grito continuaba. Le dio la espalda a la cámara y echó a correr: la luz proyectó su sombra delante de él por el oscuro corredor. Su sentido de la orientación lo había abandonado. En la primera intersección, y luego en la segunda, cometió un error. Unos metros más adelante reconoció su error e intentó volver sobre sus pasos, pero de ese modo no hizo sino aumentar la confusión. Los corredores se parecían: los mismos azulejos, la misma luz mortecina. Cada vez que doblaba una esquina llegaba a una cámara por la que no había pasado antes, o bien terminaba en callejones sin salida. Su pánico aumentó. El lamento había concluido; estaba solo con su respiracion entrecortada y las maldiciones a media voz. Coloqhoun era responsable de aquel tormento, y Garvey juró que le arrancaría la verdad a palos, aunque tuviera que romperle personalmente hasta el último hueso. Mientras continuaba corriendo, se aferró a la idea de aquella paliza; era su único consuelo. Tan preocupado estaba pensando en las agonías que haría padecer a Coloqhoun, que no notó que daba vueltas en círculo y que regresaba hacia la luz, hasta que resbalando llegó a una cámara familiar. La criatura yacía en el suelo, muerta y desechada. Su madre había desaparecido. Garvey se detuvo a hacer inventario de su situación. Si volvía por donde había llegado, la ruta no haría mas que confundirlo; si seguía adelante, atravesando la cámara, hacia la luz, quizá lograra cortar el nudo gordiano y regresar al punto de partida. El veloz ingenio de la solución le satisfizo. Cautelosamente, atravesó la cámara hasta la puerta abierta ubicada al otro lado y se asomó. Ante él se extendía un nuevo corredor, y al final de éste otra puerta que daba a un espacio abierto. ¡La piscina! ¡Seguramente sería la piscina! Olvidó toda precaución, cruzó la cámara y recorrió el pasillo. A cada paso, el calor iba en aumento. La cabeza le zumbaba. Llegó al final del pasillo y salió al ruedo que había más allá. A diferencia de la pequeña, la piscina grande no estaba vacía. Estaba llena a rebosar, no de agua clara, sino de un caldo espumoso que humeaba a pesar del calor reinante. Aquella era la fuente de la luz. El agua de la piscina despedía una fosforescencia que todo lo teñía -los mosaicos, el trampolín, los vestuarios, sin duda a él mismo- con el mismo tono leonado. Escudriñó la escena que tenía ante sí. No había señales de las mujeres. Su camino hacia la salida no se veía amenazado; tampoco veía señales de cadenas ni de candados en las puertas dobles. Comenzó a avanzar hacia ellas. Resbaló en los mosaicos; echó un breve vistazo hacia abajo y vio que había atravesado un rastro de fluído -en la luz embrujada le resultó difícil distinguir su color- que acababa en el borde del agua o bien comenzaba allí. Dominado por la curiosidad, se volvió a mirar al agua. El vapor se arremolinaba; una corriente jugaba con la espuma. Y allí... sus ojos captaron una silueta oscura, anónima, que se deslizaba debajo de la piel del agua. Pensó en la criatura que había matado, en su cuerpo informe y en los lazos colgantes de sus miembros. ¿Sería otra de la misma especie? El brillo del líquido lamió el borde de la piscina; los continentes de espuma se deshicieron en archipiélagos. No vio señales del nadador. Irritado, apartó la vista del agua. Ya no estaba solo. Tres muchachas habían aparecido de la nada, y avanzaban hacia él por el borde de la piscina. Una de ellas era la que había visto la primera vez. A diferencia de sus hermanas, llevaba un vestido. Tenía un pecho desnudo. Lo miró muy seria y se fue acercando; a su lado arrastraba una cuerda adornada con cintas manchadas, atadas en lazos flojos pero extravagantes. Al llegar estas tres gracias las aguas fermentadas de la piscina se agitaron locamente cuando sus ocupantes salieron a recibir a las mujeres. Garvey logró ver tres o cuatro siluetas inquietas sacudir la superficie sin romperla. Quedó atrapado entre su instinto, que le aconsejaba huir (la cuerda, aunque embellecida, seguía siendo una cuerda), y el deseo de quedarse a ver lo que contenía la piscina. Echó un vistazo hacia la puerta. Se encontraba a menos de diez metros de ella. Una rápida carrera y saldría a la fresca atmósfera del pasillo. Desde allí podría gritarle a Chandaman. Las muchachas se detuvieron muy cerca de él y lo observaron. Les devolvió las miradas. Todos los deseos que lo habían conducido hasta allí se habían evaporado. Ya no quería sostener en sus manos los pechos de aquellas criaturas, ni acariciar la intersección de sus muslos relucientes. Aquellas mujeres no eran lo que parecían. Su silencio no era docilidad, sino el trance inducido por alguna droga; su desnudez no era sensualidad, sino una horrible indiferencia que lo ofendía. Incluso su juventud, y todo lo que traía aparejado -la suavidad de la piel, el brillo del pelo-, hasta eso parecía de algún modo corrupto. Cuando la muchacha del vestido tendió una mano y le tocó la cara sudorosa, Garvey lanzó un gritito de asco, como si lo hubiera lamido una serpiente. No se mostró molesta por su reacción, sino que se le acercó más, sin apartar los ojos de los suyos; no olía a perfume como su amante, sino a frescura. A pesar de sentirse agraviado no podía apartarse de ella. Se quedó quieto, sin apartar la vista de los ojos de aquella furcia, mientras ella le besaba la mejilla y con la cuerda engalanada de lazos le envolvía el cuello. Jerry telefoneó al despacho de Garvey a intervalos de media hora durante todo el día. Al principio le dijeron que no estaba en la oficina, y que regresaría esa misma tarde. Pero a medida que avanzaba el día, el mensaje cambió. Garvey no iba a estar en el despacho en todo el día. El señor Garvey, le dijo la secretaria, no se encontraba bien y se había marchado a su casa a descansar. Le pidió que telefoneara al día siguiente. Jerry solicitó a la secretaria que tomara nota de un recado: había conseguido los planos de las Piscinas y estaría encantado de hablar del proyecto cuando al señor Garvey le pareciera oportuno. A últimas horas de la tarde le telefoncó Carole. -¿Salimos esta noche? ¿Que te parece si vamos al cine? -Pues no se me había ocurrido ir tan lejos -repuso él-. Hablaremos esta noche, ¿vale? Finalmente fueron a ver una película francesa que, aparentemente, por lo que Jerry logró captar, carecía de argumento; consistía en una serie de diálogos entre los personajes, en los que discutían sus traumas y aspiraciones, siendo los primeros directamente proporcionales al fracaso de las últimas. La película le dejó una sensación de apatía. -No te ha gustado... -No demasiado. Todos esos diálogos intimidadores... -Y nada de tiros. -Nada de tiros. Carole sonrió para sí. -¿Qué tiene de gracioso? -quiso saber él. -Nada... -No digas que nada. -No he hecho más que sonreír, eso es todo -dijo ella, encogiéndose de hombros-. ¿No puedo sonreír? -Cielos. Lo unico que le falta a esta conversación son subtítulos. Caminaron un rato por la calle Oxford. -¿Quieres comer algo? -le preguntó Jerry cuando llegaron a la esquina de la calle Poland-. Podríamos ir al Red Fort. -No, gracias, no me gusta cenar tan tarde. -Por el amor del cielo, no discutamos por una maldita película. -¿Quién discute? -Eres exasperante. -Pues es algo que tenemos en común -le espetó. Se le sonrojó el cuello. -Esta mañana dijiste... -empezo él. -¿Qué dije? -Hablaste de que no debíamos perder lo que hay entre nosotros... -Eso fue esta mañana -replicó Carole con ojos acerados. Y de repente, agregó-: Me importa un bledo, Jerry. De mí, de nadie. Se quedó mirándolo como desafiándolo a que no contestara. Cuando no lo hizo, se mostró curiosamente satisfecha. -Buenas noches... -dijo, y se apartó de él. Jerry observó cómo daba cinco, seis, siete pasos y se alejaba de él. En lo más hondo deseaba llamarla, pero una docena de irrelevancias -el orgullo, la fatiga, la inconveniencia- se lo impidieron. Finalmente, lo que lo hizo reaccionar y le puso su nombre en los labios fue la idea de pasar otra noche en la cama vacía, pensar en las sábanas cálidas sólo en donde él yaciera, y frías como mil demonios a su derecha o a su izquierda. -Carole. No se volvió, ni siquiera aminoró la marcha. Tuvo que correr para alcanzarla, consciente de que la escena llamaría la atención de los transeúntes. -Carole -repitió, y la sujetó del brazo. Se detuvo. Cuando se puso frente a ella para verle la cara, se sorprendió al comprobar que estaba llorando. Aquello lo desarmó; detestaba las lágrimas de Carole una pizca menos de lo que detestaba las suyas propias. -Me rindo -le dijo, intentando sonreír-. La película era una obra de arte. ¿Qué te parece? Se negó a permitir que sus payasadas la calmaran; tenía la cara hinchada de desdichas. -No llores -le dijo-, por favor, no llores. No me... («No me salen bien las disculpas», quiso decir, pero en realidad se le daban tan mal que ni siquiera logro expresarlo.) -Es igual -dijo ella en voz baja. Jerry notó que no estaba enfadada, simplemente se sentía triste. -Anda, volvamos a mi piso. -No quiero. -Pues yo quiero que vengas -le dijo él. Al menos lo decía con sinceridad-. No me gusta hablar en la calle. Llamó un taxi y regresaron a Kentish Town, sin decirse palabra. En mitad de la escalera, antes de llegar a la puerta del apartamento, Carole dijo: -Qué perfume más asqueroso. En la escalera flotaba un olor fuerte y ácido. -Alguien ha estado aquí arriba -dijo Jerry. De pronto le entró una ansiedad inexplicable y subió rápidamente el tramo restante hasta plantarse ante la puerta del apartamento. Estaba abierta; habían forzado la cerradura sin reparos y astillado 1a madera de la jamba. Lanzó una maldición. -¿Qué ocurre? -inquirió Carole, yendo tras él. -Han entrado en mi piso. Entró en su casa y encendió la luz. El interior era un caos. Lo habían destrozado todo a conciencia. Por todas partes sc observaban pequeños actos de vandalismo: cuadros rotos, almohadas despanzurradas, muebles reducidos a astillas. Jerry se quedó de pie, en medio del desastre, meneando la cabeza, mientras Carole iba de cuarto en cuarto, descubriendo en cada uno la misma prolija destrucción. -Es algo personal, Jerry. Él asintió. -Llamaré a la policía -se ofreció Carole-. Fíjate en qué se han llevado. Hizo lo que le ordenó con el rostro completamente pálido. El golpe de aquella invasión lo había aturdido. Mientras caminaba sin rumbo por el apartamento para comprobar el pandemónium - dándoles la vuelta alos objetos rotos, colocando los cajones en su sitio-, se imaginó a los intrusos en plena tarea, riéndose mientras revisaban sus ropas y sus recuerdos. En un rincón del dormitorio encontró todas las fotos amontonadas. Habían orinado encima de ellas. -La policía está en camino -le informó Carole -. Han dicho que no tocásemos nada. -Demasiado tarde -murmuró. -¿Qué se han llevado? -Nada -replicó. Los objetos de valor -el estéreo y el vídeo, las tarjetas de crédito, las pocas joyas estaban allí. Sólo entonces recordó los planos. Regreso a la sala y empezó a buscar entre el desastre, aunque sabía con certeza que no iba a encontrarlos. -Garvey - dijo. -¿Qué pasa con Garvey? -Vino a buscar los planos de las Piscinas. O envió a alguien. -¿Por qué? -inquirió Carole, contemplando el caos-. De todos modos ibas a dárselos. -Fuiste tú la que me advirtió que no me relacionara con él... –dijo Jerry, meneando la cabeza. -Nunca imaginé una cosa así. -Ya somos dos. La policía llegó y se marchó, ofreciéndole unas magras disculpas cuando le comentaron que no creían probable que arrestaran al culpable. -Últimamente, hay muchos actos de vandalismo -le explicó el oficial-. Su vecino de abajo no estaba... -No, están fuera. -Era la última esperanza. Recibimos muchas llamadas como ésta. ¿Tiene el piso asegurado? -Sí. -Bueno, al menos es algo. En la entrevista, Jerry no comentó nada de sus sospechas, aunque en repetidas ocasiones sintió la tentación de lanzar sus acusaciones. En aquellas circunstancias no tenía demasiado sentido acusar a Garvey. Por una parte, éste tendría sus coartadas preparadas; por otra, ¿qué lograrían unas acusaciones sin fundamento sino alimentar aún mas la locura de aquel hombre? -¿Qué vas a hacer? le preguntó Carole cuando los policías terminaron de encogerse de hombros con indiferencia y se marcharon. -No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que fuera Garvey. Por un momento es todo dulzura y luz, y al siguiente, esto. ¿Cómo hacer frente a una mente así? -No se le hace frente. Se la deja correr -repuso Carole-. ¿Quieres quedarte aquí o venirte a casa? -Quiero quedarme. Realizaron un superficial intento por restablecer la situación anterior; devolvieron los muebles no demasiado rotos a su sitio, y quitaron los cristales rotos. Le dieron la vuelta al colchón destrozado, buscaron dos cojines intactos y se fueron a la cama. Carole quiso hacer el amor, pero esa seguridad, igual que gran parte de la vida dr Jerry, estaba destinada a fracasar. Bajo las sábanas no lograron componer lo que se había echado a perder fuera de ellas. La rabia de Jerry lo tornó brusco, y su brusquedad enfureció a Carole. Debajo de él, Carole frunció el ceño y sus besos se tornaron reacios y poco espontáneos. La renuencia de Carole hizo que Jerry la desdeñase con mayor tosquedad. -Dejémoslo -dijo Carole, cuando Jerry se disponía a penetrarla-. No quiero esto. Él sí, y cómo. Empujó antes de que ella volviera a protestar. -He dicho que lo dejemos, Jerry. Jerry procuró no oírla. Y se mostró más pesado que ella. -Déjalo ya. Jerry cerró los ojos. Carole volvió a pedirle que lo dejara, pero él empujó con más fuerza, con una furia verdadera, en la forma que a veces le había pedido ella cuando estaban muy excitados, rogándoselo casi. Pero en ese momento lo maldecía, lo amenazaba, y con cada palabra proferida Jerry se convencía de que no se dejaría engañar esta vez, aunque en la entrepierna no sentía más que plenitud e incomodidad, y la urgencia de acabar. Carole empezó a luchar; le arañó la espalda y le tiró del pelo para apartar la cara de Jerry de su cuello. Mientras continuaba moviéndose a Jerry se le ocurrió pensar que lo odiaría por aquello, y en eso, al menos, estarían de acuerdo, pero la idea no tardó en dar paso a las sensaciones. Concluido el veneno, se apartó de ella. -Bastardo... A Jerry le ardía la espalda. Cuando se levantó de la cama, dejó manchas de sangre en las sábanas. Buscando en el caos de la sala logró encontrar una botella de whisky intacta. Pero las copas estaban todas rotas, y de repente le invadió el absurdo melindre de que no quería beber a morro. Se agachó contra la pared, con la espalda helada, y no se sintió ni desdichado ni orgulloso. La puerta principal se abrió y se cerró con estrépito. Esperó un rato y oyó los pasos de Carole al bajar la escalera. Entonces surgieron las lágrimas, aunque también se sintió completamente alejado de ellas. Finalmente, concluido el ataque, fue a la cocina, lo revisó todo hasta encontrar una taza y bebió de ella hasta perder el sentido. El estudio de Garvey era un cuarto impresionante. Lo había hecho decorar imitando el de un abogado experto en asuntos fiscales que había conocido; las paredes estaban tapizadas de libros comprados por metros, el color de la alfombra y la pintura se había apagado, por la acumulación del humo de cigarro y de sabiduría. Cuando le costaba dormirse, como ahora, se retiraba al estudio, se sentaba en la silla de respaldo de cuero detrás del enorme escritorio, y soñaba con la legitimidad. Sin embargo, esa noche no fue así; esa noche, sus pensamientos estaban invadidos por otras preocupaciones. Por más que se esforzara en conducirlos por otro camino, ellos regresaban a Leopold Road. No se acordaba demasiado de lo ocurrido en las Piscinas. Eso ya era de por sí angustiante; siempre se había enorgullecido de poseer una aguzada memoria. De hecho, su memoria para las caras vistas y los favores realizados le había ayudado en gran medida a conseguir su actual poder. Se jactaba de que no había un solo portero, ni una sola mujer de la limpieza, entre los cientos de empleados que tenía al que no pudiera dirigirse por su nombre de pila. Pero de los hechos acaecidos en Leopold Road hacía escasamente treinta y seis horas, de cómo se le habían acercado las mujeres, de cómo la cuerda le había apretado el cuello, de cómo lo habían conducido por el borde de la piscina hasta una cámara cuya abyección le había despojado prácticamente de sus sentidos, conservaba apenas un vago recuerdo. Lo ocurrido allí después se movía en su memoria como lo hacían las siluetas en la mugre de la piscina: de un modo oscura y terriblemente inquietante. Había experimentado humillaciones y horrores. Pero aparte de eso, no recordaba nada. No era hombre que se inclinara ante tales ambigüedades sin plantarles cara. Si había misterios que desvelar, él los desvelaría, y aceptaría las consecuencias de la revelación. Su primera ofensiva había consistido en enviar a Chandaman y a Fryer a destrozar el piso de Coloqhoun. Si, tal como sospechaba, toda aquella empresa era una elaborada trampa pergeñada por sus enemigos, entonces Coloqhoun estaba implicado. Sin duda no sería más que una tapadera, y con toda seguridad no era la mente maestra que ideara el plan. Pero Garvey se sintió satisfecho de que la destrucción de los bienes muebles de Coloqhoun advirtiera a sus jefes de que estaba dispuesto a pelear. También había dado otros frutos. Chandaman había regresado con los planos de las Piscinas; estaban desplegados sobre el escritorio de Garvey. Había trazado la ruta seguida a través del complejo una y otra vez con la esperanza de azuzar su memoria. Pero se sintió defraudado. Cansado, se puso de pie y se dirigió a la ventana del estudio. El jardín de la casa era inmenso, y severamente cuidado. Aunque en aquel momento apenas lograba distinguir los bordes inmaculados; la luz de las estrellas describía rudimentariamente el mundo exterior. Lo único que lograba ver era su propio reflejo en el cristal pulido. Cuando se concentró en su imagen, su silueta se onduló, y sintió una flojedad en el bajo vientre, como si se le huhiera desatado algo. Se llevó la mano al abdomen. Le picaba, temblaba, y por un instante se vio otra vez en las Piscinas, desnudo; algo abultado se movía ante sus ojos. A punto estuvo de gritar, pero se controló apartándose de la ventana y observando la habitación, las alfombras, los libros y los muebles, la realidad sólida y sobria. No obstante, las imágenes se negaban a abandonar su cabeza. Los pliegues de sus intestinos siguieron temblando. Tardó varios minutos en reunir el coraje suficiente como para volver a mirar su reflejo proyectado en la ventana. Finalmente, cuando lo hizo, había desaparecido todo rastro de vacilación. No volvería a soportar otras noches insomnes como aquélla, perseguido por los fantasmas. Con las primeras luces del amanecer le llegó la convicción de que aquél sería el día en que destrozaría al señor Coloqhoun. Esa mañana, Jerry intentó telefonear a Carole a la oficina. En repetidas ocasiones le dijeron que no podía ponerse. A la larga, dejó de intentarlo, y dedicó sus atenciones a la hercúlea tarea de devolver un poco de orden al piso. Pero le faltaron la concentración y las energías necesarias para hacer un buen trabajo. Tras una hora fútil durante la cual apenas logró hacer mella en el problema, se dio por vencido. El caos reflejaba perfeetamente la opinión que tenía de sí mismo. Lo mejor sería dejarlo estar. Poco antes de mediodía, recibió una llamada. -¿El señor Coloqhoun? ¿Gerard Coloqhoun? -Sí, soy yo. -Me llamo Fryer. Llamo de parte del señor Garvey... -¿Ah, sí? ¿Aquella llamada sería para regodearse o acaso amenazaba con ulteriores desgracias? -El señor Garvey esperaba que le hiciera ciertas proposiciones –le dijo Fryer. -¿Proposiciones? -Está muy entusiasmado con el proyecto de Leopold Road, señor Coloqhoun. Tiene la impresión de que se puede sacar buen dinero. Jerry no dijo nada; aquella palabrería lo confundía. -Al señor Garvey le gustaría mantener otra reunión lo antes posible. -¿De veras? -En las Piscinas. Hay unos cuantos detalles arquitectónicos que le gustaría enseñar a sus colegas. -Entiendo. -¿Estará usted disponible para este mismo día? -Sí, claro. -¿Qué le parece a las cuatro y media? La conversación terminó más o menos allí. Jerry quedo perplejo. En los modales de Fryer no notó rastros de enemistad; ni una pizca, por más sutil que fuera, de mala fe entre las partes. Tal vez, como había sugerido la policía. los acontecimientos de la noche anterior habían sido obra de unos vándalos anónimos y el robo de los planos un capricho de los responsables. Se animó un poco. No todo estaba perdido. Volvió a telefonear a Carole, animado por aquel giro de los acontecimientos. Esta vez no aceptó las excusas de sus colegas e insistió en hablar con ella. Finalmente, se puso. -No quiero hablar contigo, Jerry. Vete al diablo. -Escúchame... Le colgó antes de que lograra agregar nada más. Volvió a llamarla. Cuando contestó y oyó su voz. se mostró desconcertada de que estuviera tan ansioso por disculparse. -¿Por qué lo intentas? Dios santo, ¿de qué sirve? Jerry notó que a Carole se le agolpaban las lágrimas en la garganta. -Quiero que comprendas lo enfermo que me siento. Deja que lo arregle, por favor, déjame que lo arregle. -No -contestó a su súplica. -No me cuelgues. Por favor, no me cuelgues. Sé que fue imperdonable, Cristo, lo sé... Carole siguió en silencio. -Pero piénsatelo, ¿quieres? Dame una oportunidad de arreglar las cosas. ¿Lo harás? La oyó suspirar. -¿Me dejas? -Sí. Sí. Y colgó. Partió hacia la cita en Leopold Road tres cuartos de hora antes de lo previsto, pero a mitad de camino se puso a llover torrencialmente, tanto que el limpiaparabrisas no daba abasto. El tráfico marchaba lento; durante más de medio kilómetro avanzó despacio. Lo único que lograba distinguir eran las luces de freno del vehículo de delante. Los minutos pasaron y su ansiedad fue en aumento. Cuando por fin logró abandonar el atasco para tomar otro camino, ya se le había hecho tarde. Nadie lo esperaba en la escalinata de las Piscinas; pero el Rover verdeazulado de Garvey estaba aparcado en el camino. No había señales del chófer. Jerry encontró un sitio para aparcar en el lado opuesto del camino, y cruzó la calle bajo la lluvia. Desde el coche hasta las Piscinas no habría más de veinticinco metros, pero llegó empapado y sin aliento. La puerta estaba abierta. Era evidente que Garvey había manipulado la cerradura y se había guarecido de la lluvia torrencial. Jerry entró. Garvey no estaba en el vestíbulo, pero había otra persona. Un hombre de la altura de Jerry, pero mucho más fornido. Llevaba guantes de cuero. Su rostro, a no ser por la ausencia de costuras, podría haber sido del mismo material. -¿Coloqhoun? -Sí. -El señor Garvey lo espera dentro. -¿Quién es usted? -Chandaman -repuso el hombre-. Entre. Al final del pasillo había una luz. Jerry abrió las puertas de paneles acristalados del vestíbulo y fue hacia la luz. A sus espaldas oyó la puerta principal cerrarse con un chasquido, y luego el eco de los pasos del lugarteniente de Garvey. Garvey hablaba con otro hombre, más bajo que Chandaman, que llevaba una enorme linterna. Cuando los dos oyeron acercarse a Jerry miraron en su dirección; la conversación cesó de repente. Garvey no le tendió la mano ni le ofreció ningún comentario de bienvenida; simplemente se limitó a decirle: -Ya era hora. -Es que la lluvia... -se excusó Jerry. Luego se lo pensó mejor y no dio una explicación que resultaba evidente. -Ese remojón puede causarle la muerte -comentó el de la linterna. Jerry reconoció inmediatamente el tono dulzón. -Fryer. -El mismo -replicó el hombre. -Encantado de conocerlo. Se estrecharon la mano, y al hacerlo, Jerry vio que Garvey lo observaba como si le buscara una segunda cabeza. No dijo nada durante un buen rato, limitándose a examinar la creciente inquietud reflejada en el rostro de Jerry. -No soy un estúpido -dijo por fin Garvey. El comentario surgido así, de repente, exigía una respuesta. -Ni siquiera creo que sea usted el cabecilla de este asunto -prosiguió Garvey-. Estoy dispuesto a ser caritativo. -¿A qué viene todo esto? -Caritativo -repitió Garvey-. Porque creo que se ha metido usted en honduras. ¿Me equivoco? Jerry frunció el ceño. -Creo que tiene razón -repuso Fryer. -Me parece que ni siquiera en estos momentos comprende el lío en que está metido, ¿verdad? -inquirió Garvey. De repente, Jerry fue consciente de su vulnerabilidad y de que Chandaman se encontraba detrás de él. -Sin embargo, no creo que la ignorancia deba confundirse con el arrobamiento -continuó Garvey-. Quiero decir que aunque no entienda nada, eso no lo hace menos culpable, ¿no le parece? -No tengo ni idea de lo que me está hablando -protestó levemente Jerry. Bajo la luz de la linterna, la cara de Garvey aparecía crispada y pálida; tenía todo el aspecto de necesitar unas vacaciones. -De este lugar -replicó Garvey-. Le estoy hablando de este lugar. De las mujeres que ha puesto aquí... para mi beneficio. ¿A qué viene todo esto, Coloqhoun? Es todo lo que quiero saber. ¿A qué viene todo esto? Jerry se encogió ligeramente de hombros. Cada palabra pronunciada por Garvey lo dejaba más y más perplejo; pero ya le había advertido que la ignorancia no constituía una excusa legítima. Tal vez la mejor respuesta fuese una pregunta. -¿Ha visto usted mujeres? -Furcias, más bien -replicó Garvey. El aliento le olía a ceniza de cigarro viejo-. ¿Para quién trabaja usted, Coloqhoun? -Trabajo por mi cuenta. La propuesta que le hice... -Olvídese de su maldita propuesta. No estoy interesado en hacer tratos con usted. -Ya entiendo -repuso Jerry-. Entonces no le veo sentido a esta conversación. Dio un paso para alejarse de Garvey, pero éste tendió un brazo y lo sujetó por la americana empapada de lluvia. -No le he dicho que se fuera -le dijo. -Tengo asuntos que atender... -Tendrán que esperar -le contestó Garvey sin soltarlo. Jerry supo que si intentaba quitarse de encima a Garvey y correr hacia la puerta principal, Chandaman se lo impediría antes de que diera tres pasos; por otra parte, si no intentaba huir... -No me gustan los de su clase -prosiguió Garvey, soltándolo-. Sabelotodos con vista para las buenas oportunidades. Se creen ustedes muy listos, Sólo porque tienen un acento extravagante y corbatas de seda. Permítame que le diga una cosa... -Con el dedo le dio una estocada en la garganta-. Me importan ustedes una mierda. Sólo quiero saber para quién trabaja. ¿Entendido? -Ya se lo he dicho... -¿Para quién trabaja? -insistió Garvey, señalando cada palabra con una nueva estocada-. Hable o se va a sentir usted muy, pero que muy mal. -Por el amor de Dios..., no trabajo para nadie. Y no sé nada de esas mujeres. -No empeore usted las cosas -le aconsejó Fryer con fingida preocupación. -Estoy diciendo la verdad. -Me parece que quiere que lo lastimen -dijo Fryer-. ¿Es eso lo que quiere? Chandaman lanzó una risotada sin alegría. -Sólo dígame algunos nombres -le pidió Garvey-. O le romperemos las piernas. La amenaza, aunque inequívoca, no contribuyó a aclararle la mente a Jerry. No veía otra forma de salir del embrollo más que insistir en su inocencia. Si nombraba a algún jefe supremo ficticio, descubrirían la mentira en seguida, y el engaño no haría sino empeorar las consecuencias. -Compruebe mis credenciales -suplicó-. Usted cuenta con recursos. Averigüe por ahí. No soy hombre de formar sociedades, Garvey, nunca lo he sido. Garvey dejó de mirar a Jerry a la cara y se fijó en su hombro. Jerry captó el significado de la señal demasiado tarde como para prepararse a recibir el golpe en los riñones del hombre que tenía a sus espaldas. Cayó hacia adelante, pero antes de que chocara con Garvey, Chandaman lo sujetó por el cuello y lo arrojó contra la pared. Se dobló; el dolor no le dejó pensar en nada. Vagamente, oyó a Garvey preguntarle otra vez quién era su jefe. Jerry negó con la cabeza. Tenía el cráneo lleno de cojinetes, le matraqueaban entre las orejas. -Dios..., Dios... -dijo, esforzándose por encontrar alguna palabra en su defensa para que no le pegaran. Pero lo incorporaron violentamente antes de que se le ocurriera ninguna. Lo iluminaron con la linterna. Se avergonzó de las lágrimas que le bañaban las mejillas. -Quiero nombres -repitió Garvey. Los cojinetes continuaron matraqueando. -Dale más -dijo Garvey. Chandaman se le acercó para entrenar los puños. Garvey le ordenó que parara cuando Jerry estaba ya a punto de desmayarse. La cara de cuero se apartó. -Póngase de pie cuando le hablo -le ordenó Garvey. Jerry intentó obedecerle, pero su cuerpo no se mostró dispuesto. Temblaba, sentía ganas de morir. -Póngase de pie -reiteró Fryer, interponiéndose entre Jerry y su verdugo para asegurarse de que lo entendiera. Al tenerlo tan cerca, Jerry olió el aroma ácido que Carole había descubierto en la escalera: era la colonia de Fryer. -¡Póngase de pie! -gritó el hombre. Jerry levantó débilmente una mano para escudarse del haz cegador. No lograba verles las caras, pero fue levemente consciente de que Fryer impedía que Chandaman se le acercara. A la derecha de Jerry, Garvey encendió una cerilla y acercó la llama a un cigarro. Era su oportunidad: Garvey estaba ocupado, y el matón obstaculizado. Jerry la aprovechó. Se agachó por debajo del haz de la linterna y se lanzó contra la pared, al tiempo que le arrancaba a Fryer la linterna de la mano. La fuente luminosa rodó con estrepito por los mosaicos y se apagó. En la repentina oscuridad, Jerry hizo un esfuerzo por conseguir la libertad. A sus espaldas oyó maldecir a Garvey, y a Chandaman y Fryer chocar entre sí al abalanzarse sobre la linterna caída. Tanteó las paredes y llegó hasta el final del corredor. Evidentemente, no había manera segura de deshacerse de sus verdugos y llegar a la puerta principal; su única esperanza residía en perderse en la red de corredores que se extendía delante de él. Llegó a una esquina y giró a la derecha, recordando vagamente que se alejaba de las instalaciones principales y se dirigía a los corredores de servicio. La paliza que le habían propinado, aunque interrumpida antes de quedar incapacitado, lo había dejado magullado y sin aliento. A cada paso que daba sentía un dolor agudo en la espalda y la parte baja del abdomen. Cuando resbaló y cayó sobre los viscosos mosaicos a punto estuvo de lanzar un grito. A sus espaldas, Garvey volvía a rugir. Habían encontrado la linterna. Su luz se bamboleaba por el laberinto; iba en su busca. Jerry se apresuró, contento de la escasa luz, pero no de su fuente. Lo seguirían. Y si como Carole había dicho, el lugar era una simple espiral y los corredores describían un giro incesante sin salida, entonces estaba perdido, condenado. Mareado por el creciente calor, avanzó rogando encontrar una salida de incendios que le permitiera huir de aquella trampa. -Ha ido por aquí -dijo Fryer-. Seguro que ha ido por aquí. Garvey asintió; sin duda era el camino más probable, y Coloqhoun lo habría seguido. Se alejaba de la luz y se adentraba en el laberinto. -¿Vamos tras él? -preguntó Chandaman. Al hombre se le hacía la boca agua al pensar en terminar con la paliza que había empezado a propinarle a Jerry-. No puede haber ido muy lejos. -No -dijo Garvey. Nada, ni siquiera la promesa de convertirlo en caballero, lo hubiera inducido a seguirlo. Fryer ya había empezado a avanzar por el pasillo, iluminando con la linterna las paredes relucientes. -Hace calor -dijo. Garvey sabia muy bien cuánto calor hacía. No era un calor natural, no para Inglaterra. Inglaterra era una isla templada; por eso nunca la había abandonado. El calor sofocante de otros continentes alimentaba cosas grotescas de las que no quería enterarse. -¿Qué hacemos? -preguntó Chandaman-. ¿Esperamos a que salga? Garvey sopesó esa opcion. El olor del corredor empezaba a angustiarle. El vientre le ardía y tenía la piel de gallina. Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna. Su virilidad se había encogido, azorada. -No -repuso repentinamente. -¿No? -No vamos a esperar. -No se quedará ahí dentro para siempre. -¡He dicho que no! No había imaginado cuán profundamente lo haría sutrir el sudor que le producía aquel lugar. Aunque le fastidiaba dejar que Coloqhoun se le escapara de aquel modo, sabía que si permanecía allí durante más tiempo, se arriesgaba a perder el autocontrol. -Podéis esperarle en su piso -le dijo a Chandaman-. Tarde o temprano tendrá que volver a su casa. -Qué lástima -murmuró Fryer al salir del pasillo-, con lo que me gustan las persecuciones. Tal vez no lo estuvieran siguiendo. Habían pasado varios minutos desde que Jerry oyera las voces a sus espaldas. Su corazón había dejado de latir con furia. La adrenalina ya no le incitaba a correr; sus músculos cargados de magulladuras lo obligaron a arrastrarse. Su cuerpo se rebeló incluso ante ese leve movimiento. Cuando dar un paso más se convirtió en una agonía insoportable, se dejó caer por la pared y quedó acurrucado en el pasillo. La ropa empapada se le pegó al cuerpo y a la garganta; sintió frío y calor al mismo tiempo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el chaleco y la camisa. La calidez del aire del laberinto le acarició la piel. El contacto le resultó agradable. Cerró los ojos e intentó la autohipnosis para no sentir el dolor. ¿Qué eran las sensaciones sino un truco de las terminaciones nerviosas? Existían técnicas que permitían separar la mente del cuerpo, y dejar atrás las agonías. En cuanto cerró los ojos oyó unos sonidos apagados que provenían de muy cerca. Pasos, murmullo de voces. No eran Garvey y sus secuaces; eran voces femeninas. Jerry levantó la agobiada cabeza y abrió los ojos. O se había acostumbrado a la oscuridad en aquellos escasos momentos de meditación o en el pasillo había aparecido una luz; sin duda sería eso último. Se puso de pie. La chaqueta le pesaba como un muerto; se la quitó con esfuerzo y la dejó caer donde había estado acostado. Entonces fue en dirección a la luz. El calor había aumentado considerablemente en los últimos minutos; le producía ligeras alucinaciones. Las paredes daban la impresión de haber abandonado la verticalidad; en el aire, la transparencia se había convertido en una rielante aurora. Giró en una esquina. La luz se tornó más brillante. Otra esquina más y llegó a una diminuta cámara azulejada, donde el calor lo dejó sin aliento. Boqueó como un pez varado en la playa y miró con esfuerzo hacia la puerta que había en el otro extremo; el aire se iba tornando cada vez más denso. La luz amarillenta que se colaba por la puerta era aún más brillante, pero no logró reunir fuerzas suficientes para avanzar; el calor lo derrotó. Presintió que se encontraba al borde del desmayo y tendió una mano para sostenerse, pero la palma resbaló por los azulejos mojados y Jerry cayó al suelo, aterrizando sobre un costado. Lanzó un grito de dolor. Gimiendo sus desdichas, encogió las piernas contra el cuerpo y permaneció donde había caído. Si Garvey había oído su grito, y había enviado a sus lugartenientes en su persecución, le daba igual. Ya no le importaba nada. Desde el otro lado de la cámara le llegó el sonido de un movimiento. Levantó la cabeza del suelo y abrió un poco los ojos. En el vano de la puerta había una muchacha desnuda, o al menos eso era lo que sus aturdidos sentidos le indicaban. Le brillaba la piel como si la tuviera aceitada; en los pechos y los muslos tenía unas manchas de lo que podía haber sido sangre añeja. Aunque no parecía suya. No había herida alguna que le desfigurara el cuerpo reluciente. La muchacha había comenzado a reírse de el con una risa suave y fácil que lo hizo sentir muy tonto. Su musicalidad lo embriagó, y se esforzó por mirarla mejor. Había empezado a cruzar la cámara en dirección a él, sin dejar de reírse; entonces advirtió que detrás de ella había otras. Aquéllas eran las mujeres de las que Garvey le había hablado; aquélla era la trampa de la que le había acusado. -¿Quién eres? -murmuró cuando la muchacha se le acercó. A ésta la falló la risa cuando vio sus facciones crispadas por el dolor. Jerry intentó sentarse derecho, pero tenía los brazos entumecidos y volvió a resbalar por los mosaicos. La mujer no respondió a su pregunta ni tampoco intentó ayudarlo. Se limitó a mirarlo fijamente como haría un peatón a un borracho tendido en la cuneta; su rostro era inescrutable. Jerry le devolvió la mirada y sintió que iba perdiendo el tenue asidero a la conciencia. El calor, el dolor y aquella repentina erupción de belleza eran demasiado. Las mujeres más alejadas se dispersaron en la oscuridad; toda la cámara se plegó como la caja de un mago hasta que la criatura sublime que tenía delante exigió toda su atención. Ante su muda insistencia, Jerry sintió que la imaginación abandonaba su cabeza y que se deslizaba sobre la piel de la muchacha, que aquella carne era un paisaje y que cada poro era una fosa y cada cabello un pilón. Jerry fue suyo por completo. La mujer lo ahogó en sus ojos y lo desolló con sus pestañas; lo revolcó por su abdomen y lo hizo descender por el suave canal de su espalda. Lo recogió entre las nalgas y lo introdujo en su calor para volverlo a sacar mientras Jerry creía que se quemaría vivo. La velocidad lo regocijaba. Notó que su cuerpo, metido en alguna parte muy abajo, se hiperventilaba en el terror; pero su imaginación, a la que no le importaba respirar, se dirigía deseosa adonde la muchacha la condujera, y hacía rizos como un pájaro, hasta que, mareado y maltrecho, fue arrojado de nuevo al cáliz de su cráneo. Antes de que lograse aplicar la frágil herramienta de la razón a los fenómenos que acababa de experimentar, sus ojos se cerraron y se desmayó. El cuerpo no necesita de la mente. Cuenta con infinidad de procesos -llenar y vaciar los pulmones, bombear la sangre y asimilar los alimentos- que no requieren la autoridad del pensamiento. Sólo cuando uno o más de esos procesos fallan, la mente adquiere conciencia de lo intrincado de los mecanismos que habita. El desmayo de Coloqhoun sólo duró unos minutos, pero cuando volvió en sí tuvo conciencia de su cuerpo como jamás la había tenido: como una trampa. Y no logro salir de ella; estaba atado con grilletes a esa miseria, o mejor dicho, en esa miseria. Estos pensamientos iban y venían. Y en medio se producían breves visiones a través de las cuales caía, y momentos más breves aún, durante los cuales atisbaba el mundo exterior. Las mujeres lo habían recogido. La cabeza le colgaba, el pelo le arrastraba por el suelo. «Soy un trofeo», pensó en un instante más coherente. Luego otra vez la oscuridad. Nuevamente luchó por alcanzar la superficie y vio cómo lo transportaban por el borde de la piscina grande. La nariz se le llenó de aromas contradictorios, a la vez deliciosos y fétidos. Por el rabillo del ojo logró ver el agua, más brillante que nunca, lamer las orillas de la piscina; y algo más, unas sombras que se movían dentro del brillo. «Quieren ahogarme -pensó. Y luego-: Me estoy ahogando ya.» Imaginó que el agua le llenaba la boca; imaginó las formas que había entrevisto en la piscina invadirle la garganta y deslizarse hasta su vientre. Se esforzó por vomitarlas en medio de convulsiones. Le pusieron una mano sobre la cara. La palma era divinamente fresca. -Calla -le murmuró alguien. Y al oír esa palabra, sus delirios desaparecieron. Consiguieron apartarlo de sus miedos y devolverle la conciencia. La mano había desaparecido de su frente. Miró a su alrededor, en la penumbra de la sala, para buscar a su salvadora, pero sus ojos no fueron muy lejos. Al otro lado de la cámara -que parecía haber sido una ducha comunitaria-, varios tubos colocados en lo alto de la pared despedían sólidos arcos acuosos sobre los mosaicos, y desaguaban por unos canales. Un fino rocio producido por las fuentes llenó el aire. Jerry se incorporó. Tras la cascada del velo líquido se produjo un movimiento; una silueta demasiado enorme para ser humana. Espió a través de la llovizna e intentó encontrar algún sentido a aquellos pliegues de carne. ¿Era un animal? Había allí un olor penetrante que tenía algo de zoológico. Jerry se movió con considerable cautela para no llamar la atención de la bestia e intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus piernas no estuvieron a la altura de sus intenciones. Lo único que logró fue arrastrarse un trecho por la sala sabre las manos y las rodillas y espiar -una bestia a otra- a través del velo de agua. Presintió que lo presentían, que la oscura criatura reclinada había vuelto los ojos en su dirección. Cuando lo miró, sintió que se le erizaba la piel, pero no logró apartar la vista. Y cuando él se disponía a examinarla mejor, en la sustancia de la criatura se formó un chispazo fosforescente que se esparció en olas de luz amarillenta por toda su tremenda silueta, revelándola en su totalidad a Coloqhoun. Supo sin lugar a dudas que se trataba de una hembra, aunque no se parecía a ninguna especie o género que él conociera. Mientras las olas de luminosidad recorrían el físico de la criatura, descubrieron con cada nueva ráfaga una configuración también nueva y fenomenal. Al observarla, a Jerry se le ocurrió pensar en algo lento y fundido, vidrio tal vez, o piedra, como si su carne adquiriera formas complicadas para ser devuelta al horno y moldeada otra vez. Carecía de cabeza y piernas reconocibles como tales, pero sus contornos estaban plagados de racimos de burbujas brillantes que podían haber sido ojos, y aquí y allá despedía cintas iridiscentes -unas llamaradas lentas de color pastel- que parecían encender por momentos el aire. Aquel cuerpo emitió entonces una serie de suaves sonidos: suspiros y burbujeos. Se preguntó si se estaría dirigiendo a él, y si era así, cómo esperaba que respondiera. Al oír unas pisadas detras de él, se volvió hacia una de las mujeres en busca de apoyo. -No tengas miedo -le dijo. -No tengo miedo -repuso Jerry. Era verdad. El prodigio que tenía delante resultaba electrificante, pero no le producía ningún temor. -¿Qué es? -preguntó. La mujer se mantuvo cerca de él. Su piel, bañada por la luz que despedía la criatura, era dorada. A pesar de las circunstancias, o tal vez precisamente a causa de ellas, sintió un temblor de deseo. -Es la Madonna. La Virgen Madre. -¿Madre? -repitió Jerry, volviéndose otra vez para ver a la criatura. Las olas de fosforescencia habían dejado de recorrer el cuerpo. La luz latía ahora en una parte concreta de su anatomía, y en esa región, siguiendo el ritmo del pulso, la sustancia de la Madonna se hinchó y se partió. A sus espaldas Jerry oyó más pasos; el eco de unos susurros, de risas y aplausos llenó la cámara. La Madonna estaba pariendo. La carne hinchada se abría. Una luz líquida comenzó a manar; un olor a fuego y sangre llenó la sala de duchas. Una muchacha lanzó un grito, como en armonía con la Madonna. Los aplausos arreciaron, y de repente, del corte abierto en la Madonna salió una criatura -una mezcla de calamar y cordero esquilado-, que cayó sobre los mosaicos. El agua que salía de los tubos la despertó inmediatamente; la criatura echó la cabeza hacia atrás para mirar a su alrededor con su único ojo, enorme y perfectamente lúcido. Se retorció sobre los mosaicos durante unos instantes antes de que la chica que estaba al lado de Jerry avanzara entre el velo de agua y la recogiera. Su boca desdentada buscó rápidamente el pecho. La muchacha la acercó al pezón. -No es humana... -murmuró Jerry. No estaba preparado para ver una criatura tan extraña y, sin embargo, tan inequívocamente inteligente-. Los niños... ¿son todos iguales? Arrobada, la madre sustituta miró el saco de vida acurrucado entre sus brazos. -Nadie es igual a nadie -repuso-. Nosotras los alimentamos. Algunos mueren. Otros viven y se van en busca de sus destinos. -¿Adónde, por el amor de Dios? -Al agua. Al mar. A los sueños. La muchacha arrulló a la criatura. Un miembro aflautado, recorrido por la luz como había ocurrido con su madre, se agitó en el aire lleno de placer. -¿Y el padre? -No necesita marido -repuso-. Podría hacer hijos con un chubasco si quisiera. Jerry volvió a mirar a la Madonna. En ella apenas quedaban vestigios de luz. El enorme cuerpo lanzó un zarcillo llameante color azafrán, que se mojó bajo la cascada de agua y dibujó unas formas danzarinas sobre la pared. Después se quedó quieta. Cuando Jerry se volvió, la madre sustituta y la criatura se habían ido. Se habían marchado todas menos una. Era la muchacha que se le había aparecido la primera vez. Su rostro volvía a lucir la misma sonrisa; estaba sentada al otro extremo de la habitación, con las piernas separadas. Jerry entrecerró los ojos para verle la entrepierna y luego le miró otra vez a la cara. -¿De qué tienes miedo? -le preguntó la chica. -No tengo miedo. -¿Por qué no vienes a mí entonces? Jerry se puso de pie, atravesó la cámara y fue hasta donde ella estaba sentada. A sus espaldas, el agua seguía manando y corriendo por los mosaicos, y detrás de las fuentes, las carnes de la Madonna murmuraban. Su presencia no lo intimidaba. Los de su clase seguramente no merecían la atención de semejante criatura. Y si lo veía, seguramente lo consideraría un ser ridículo. ¡Cielos! Si hasta él mismo se consideraba ridículo. Ya no le quedaban ni dignidad ni esperanzas que perder. Mañana, todo aquello sería un sueño: el agua, las criaturas, la belleza que se incorporaba para abrazarlo. Mañana creería que había estado muerto durante un día y visitado unos baños para ángeles. Pero ahora, tenía que aprovechar la oportunidad. Después de hacer el amor con la muchacha sonriente, cuando intentó recordar los detalles del acto, no logró precisar con exactitud si había llegado a algo. Sólo le quedaron los más vagos recuerdos, y no se acordaba de los besos de la muchacha ni del acoplamiento, sino de la leche que le goteaba de los pechos y de la forma en que ella murmuraba: «Nunca..., nunca...» mientras se entrelazaban. Cuando terminaron, ella se mostró indiferente. Ya no hubo palabras ni sonrisas. La muchacha lo dejó solo en medio de la llovizna de la cámara. Jerry se abrochó los sucios pantalones y dejó a la Madonna con su fecundidad. Un corto pasillo conducía de la sala de duchas a la piscina grande. Tal como comprobara vagamente cuando las muchachas lo llevaron en presencia de la Madonna, estaba llena a rebosar. Los hijos de la Madonna jugaban en el agua radiante; sus formas eran innumerables. Las mujeres no estaban por ninguna parte, pero la puerta que daba al corredor exterior estaba abierta. La traspuso, y no había dado más de seis pasos cuando se cerro tras él. Ezra Garvey se dio cuenta demasiado tarde de que regresar a las Piscinas (aunque fuera para un acto de intimidación del que normalmente hubiera disfrutado) había sido un error. Habla vuelto a abrirle una herida que creía a punto de cicatrizar, y le había traído los recuerdos de su segunda visita, de las mujeres y de lo que le habían hecho ver (recuerdos que intentó aclarar hasta comprender su verdadera naturaleza) cerca de la superficie. Lo habían drogado, de un modo u otro lo habían drogado, y cuando estaba débil y había perdido todo sentido del decoro, lo habían explotado para divertirse. Lo habían amamantado como a un niño y lo habían convertido en su juguete. Esos recuerdos lo dejaban perplejo; pero había otros, demasiado profundos como para distinguirlos, que lo consternaban. Recuerdos de una cámara, de agua que caía en forma de cortina, de una oscuridad terrible y de una luminiscencia más terrible aún. Sabía que había llegado la hora de destrozar esos sueños bajo los pies y de poner fin a semejante desconcierto. Era un hombre que no olvidaba los favores recibidos ni realizados; poco antes de las once hizo dos llamadas telefónicas para hacer valer dos de esos favores. Fuera lo que fuese lo que vivía en las Piscinas de Leopold Road, no continuaría prosperando. Satisfecho con sus maniobras nocturnas, subió a acostarse. Desde el incidente con Coloqhoun se había bebido gran parte de una botella de aguardiente; tenía frío y se sentía inquieto. El alcohol comenzó a hacerle efecto. Le pesaban las piernas y la cabeza. Ni siquiera se molestó en desvestirse, y se acostó en la cama grande durante unos minutos para aclararse un poco. Cuando se despertó era la una y media de la madrugada. Se incorporó. El estómago volvía a hacerle cabriolas; en realidad, todo el cuerpo parecía traumatizado. En sus cincuenta y tantos años rara vez había estado enfermo; el éxito había mantenido a raya los achaques. Pero ahora se sentía fatal. Tenía un dolor de cabeza espantoso; tambaleándose, fue desde el dormitorio a la cocina tanteando las paredes. Se sirvió un vaso de leche, se sentó a la mesa y se lo llevó a los labios. Pero no bebió. Sus ojos se posaron en la mano que sostenía el vaso. La miró a través de la bruma del dolor. No se parecía a su mano; era demasiado delicada, demasiado suave. Dejó el vaso; temblaba de tal modo que derramó la leche sobre la mesa de teca y el charco formado empezó a caer al suelo. Se puso de pie. El sonido de la leche al caer sobre los mosaicos de la cocina despertó en él unos pensamientos muy curiosos. Se dirigió vacilante hacia su estudio. Necesitaba la compañía de alguien, de cualquiera. Tomó la agenda telefónica e intentó descifrar los garabatos de las páginas, pero los números no le resultaban claros. El pánico fue en aumento. ¿Sería aquello la locura? El delirio de la mano transformada, las sensaciones extrañas que le recorrían el cuerpo. Se desabrochó la camisa, y al hacerlo, su mano rozó otro delirio más absurdo que el anterior. Con dedos renuentes se abrió la camisa, repitiéndose una y otra vez que nada de aquello era posible. Pero las pruebas eran bien claras. Tocó un cuerpo que ya no era el suyo. Todavía había señales de que la carne y los huesos le pertenecían -una cicatriz de apendicitis en la parte baja del abdomen, la marca de nacimiento debajo del brazo-, pero la sustancia de su cuerpo había sido transformada (estaba siendo transformada mientras él observaba) en formas vergonzantes. Hundió las uñas en las formas que le desfiguraban el torso, como si fueran a disolverse ante el asalto, pero sólo logró que sangraran. En otras épocas, Ezra Garvey había sufrido mucho, y casi todos los sufrimientos habían sido autoinfligidos. Había estado en la cárcel; había estado a punto de recibir serias heridas; había soportado los engaños de mujeres hermosas. Pero esos tormentos no eran nada comparados con la angustia que sentía ahora. ¡No era él mismo! Le habían quitado el cuerpo mientras dormía y le habían dejado aquél a cambio. El horror de aquella realidad destrozó su autoestima, y su cordura peligró. Incapaz de frenar las lágrimas, empezó a tirar del cinturón. «Por favor, Dios mío -se dijo-, por favor, permite que siga entero.» Las lágrimas apenas le dejaban ver. Se las enjugó de un manotazo y se miró la entrepierna. Al ver las deformidades que allí se estaban produciendo, rugió hasta hacer temblar las ventanas. Garvey no era hombre para engaños. Sabía que la discusión no contribuiría en nada a mejorar los hechos. No sabia con seguridad cómo había sido escrito en su cuerpo aquel tratado de transformación, y no le importaba demasiado. Lo único que se le ocurría pensar era que se moriría de vergüenza si alguna vez aquella vil condición llegaba a ver la luz del día. Regresó a la cocina y sacó un enorme cuchillo del cajón; luego se arregló la ropa y abandonó la casa. Sus lágrimas se habían secado. Llorar ahora sería un desperdicio, y él no era un derrochón. Atravesó la ciudad vacía en su coche y fue hacia el río; cruzó el puente Blackfriars. Allí aparcó y fue andando hasta la orilla. Esa noche el Támesis estaba crecido y sus aguas bajaban rápidas; en la superficie había espuma blanca. Sólo entonces, después de llegar tan lejos sin analizar demasiado sus intenciones, el temor a morir lo detuvo. Era un hombre rico e influyente, ¿acaso no habría otras salidas a aquella pesadilla que la solución a la que se había lanzado de cabeza? ¿Traficantes de píldoras que pudieran invertir la locura que había invadido sus células? ¿Cirujanos que cercenaran las partes ofensivas y suturaran los retazos de su yo perdido? ¿Cuánto durarían esas soluciones? Tarde o temprano el proceso volvería a empezar, lo sabía. Nadie podía ayudarlo. Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo, el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla de femineidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto -cuando se había olvidado momentáneamente de sí mismo-, las muy furcias lo hablan sometido a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado. Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría la posibilidad de ver el resultado de su obra. El viento era frío, pero él tenía la sangre caliente. Lo envolvió con sus ráfagas mientras él se acuchillaba el cuerpo. El Támesis recibió la libación con entusiasmo. A sus pies, lamía la orilla formando remolinos. No había concluido el trabajo, cuando la pérdida de sangre lo venció. «Da igual -pensó, mientras se le doblaban las rodillas y caía al agua-, ahora no me verán más que los peces.» Cuando el río se cerró sobre él, rogó por que la muerte no fuera mujer. Mucho antes de que Garvey hubiera despertado en mitad de la noche y descubierto la rebelión de su cuerpo, Jerry había abandonado las Piscinas, había subido a su coche e intentado regresar a su casa. Pero le había costado un gran esfuerzo llevar a cabo esa tarea tan simple. Tenía los ojos nublados, y el sentido de la dirección trastocado. En una intersección estuvo a punto de provocar un accidente, por lo que aparcó el coche y empezó a caminar hasta su casa. Los recuerdos de lo que acababa de ocurrirle no eran en absoluto claros, aunque los acontecimientos apenas tenían horas de vida. Tenía la cabeza plagada de extrañas asociaciones. Andaba en el mundo real como en sueños. Sin embargo, cuando vio a Chandaman y a Fryer esperándole en el dormitorio de su apartamento, volvió a la realidad como si le hubieran dado de bofetadas. No esperó a que lo saludasen; se volvió y echó a correr. Durante la espera le habían vaciado las reservas de bebidas alcohólicas y reaccionaron con lentitud. Jerry había bajado la escalera y abandonado la casa antes de que ellos salieran en su persecución. Fue andando hasta casa de Carole, pero no estaba. No le importó esperar. Se sentó en los escalones de la entrada y allí estuvo durante media hora: cuando llegó el inquilino del piso superior, logró convencerlo de que lo dejase entrar y esperó en la relativa calidez de la casa. Se sentó en la escalera y en la duermevela volvió sobre sus pasos y regresó a la intersección donde había abandonado el coche. Una multitud pasaba por allí. «¿Adónde van?», inquirió. «A ver los yates», le respondieron. «¿Qué yates?», quiso saber, pero la gente se alejaba charlando. Siguió andando durante un rato. El ciclo estaba oscuro, pero las calles se hallaban iluminadas por una luz azulada, carente de sombras. Cuando ya iba a ver las Piscinas, oyó como un chapaleo y, al doblar una esquina, descubrió que la marea iba subiendo por la calle Leopold. ¿Qué clase de mar era aquél?, preguntó a las gaviotas que volaban en el cielo, porque el olor a salitre del aire denotaba que aquellas aguas eran del océano y no del río. ¿Acaso importaba qué mar era?, replicaron las gaviotas. En definitiva, ¿no eran todos los mares un mismo mar? Se quedó mirando cómo las olas iban subiendo por el asfalto. Su avance, aunque delicado, derribó farolas y erosionó los cimientos de los edificios con tanta rapidez que éstos se derrumbaban en silencio, bajo la marea glacial. Las olas no tardaron en bañarle los pies. Los peces, pequeños dardos plateados, se movían en el agua. -¿Jerry? Carole estaba en la escalera, mirándolo fijamente. -¿Qué diablos te ha pasado? -Estuve a punto de ahogarme -repuso. Le habló de la trampa que Garvey le había tendido en Leopold Road, de la paliza recibida y de la presencia de los maleantes en su propia casa. Carole le ofreció su fría comprensión. Jerry no le contó nada sobre la persecución por la espiral, ni de las mujeres, ni de la cosa que había visto en las duchas. Le habría resultado imposible referirlo, aunque hubiera querido; cada hora que pasaba desde que abandonara las Piscinas estaba menos seguro de haber visto nada. -¿Quieres quedarte aquí? -ofreció Carole cuando Jcrry terminó su relato. -Creí que nunca me lo preguntarías. -Será mejor que tomes un baño. ¿Estas seguro de que no te han roto ningún hueso? -Creo que a estas alturas ya lo sentiría si lo hubieran hecho. Seguramente no tendría huesos rotos, pero no había salido incólume. El torso era una colección de morados, y le dolía todo, desde la cabeza a los pies. Tras permanecer media hora en remojo, salió de la bañera y se miró en el espejo; tenía el cuerpo hinchado por la paliza, y la piel del pecho se veía suave y tensa. No era un bonito panorama. -Mañana deberás ir a la policía -le dijo Carole más tarde, cuando estaban acostados-. Y harás que arresten al bastardo de Garvey... -Supongo... Carole se inclinó sobre él. Tenía la cara blanda por la fatiga. Lo besó suavemente. -Me gustaría quererte -le dijo. Jerry no la miró-. ¿Por qué me lo pones tan difícil? -¿Te lo pongo difícil? -inquirió; los ojos se le cerraban. Carole deseó deslizar la mano por debajo de la bata que llevaba puesta -nunca había logrado comprender la timidez de Jerry, pero le resultaba atractiva- y acariciarlo. Pero en la forma en que yacía Jerry había cierto aislamiento que dejaba entrever su deseo de no ser tocado, y ella lo respetó. -Apagaré la luz -le dijo. Pero él no la oyó, ya se había dormido. La marea no fue amable con Ezra Garvey. Recogió su cuerpo y jugueteó con él, lanzándolo a la orilla y volviendo a llevarlo hacia el interior durante un rato, picoteándolo como un comensal harto que escarba la comida. Llevó el cuerpo río abajo durante más de un kilómetro y luego se cansó de su peso. La corriente lo relegó al remanso de las orillas, y allí, a la altura de Battersea, quedó enganchado en una cuerda de amarre; su cuerpo exangüe se reveló en toda su extensión cuando lo abandonó la marea y vino la madrugada a espiar. A las ocho su audiencia se componía de alguien más que la mañana. Jerry se despertó con el ruido de la ducha proveniente del baño contiguo. Las cortinas del dormitorio todavía estaban echadas. Sólo un diminuto haz luminoso logró filtrarse hasta donde yacía. Sc dio la vuelta y sepultó la cabeza en la almohada, para que la luz no le molestase, pero su cabeza, una vez agitada, comenzó a darle vueltas. Le esperaba un día muy difícil; tendría que explicar los acontecimientos recientes a la policía. Le harían preguntas y algunas resultarían incómodas. Cuanto antes recapitulara su versión, más hermética sería. Volvió a darse la vuelta y apartó las sábanas. Lo primero que se le ocurrió pensar cuando se miró fue que no se había despertado del todo, sino que continuaba con la cara sepultada en la almohada y soñaba ese despertar. Que soñaba el cuerpo en el cual habitaba, con sus pechos florecientes y el vientre suave. Aquel cuerpo no le pertenecía; el suyo era del otro sexo. Sacudió la cabeza e intentó despertarse, pero no existía nada a lo cual despertar. Estaba allí. Aquella anatomía transformada era la suya -aquella raja, aquella suavidad, aquel extraño peso-, todo era suyo. En las horas transcurridas desde la medianoche lo habían destejido para volver a hacerle otra imagen. Desde el cuarto de baño, el sonido de la ducha le devolvió el recuerdo de la Madonna. Y de la mujer que lo había persuadido con halagos para que la poseyera y le había susurrado, mientras él fruncía el ceño y continuaba con las arremetidas, «Nunca..., nunca...», diciéndole, aunque entonces estaba lejos de sospecharlo, que aquél sería su último acoplamiento como hombre. Habían conspirado -la mujer y la Madonna- para someterlo a aquel hechizo. Y el no poder siquiera aferrarse a su propio sexo, el hecho de que la virilidad, al igual que la influencia y la riqueza, le fueran prometidas para serle arrebatadas después, ¿acaso todo aquello no representaba el fracaso más perfecto de su vida? Salió de la cama; hizo girar las manos para admirar su nueva delicadeza y se pasó las palmas por los pechos. No tenía miedo, pero tampoco sentía júbilo. Aceptó aquel fait accompli como un bebé acepta su condición, sin tener idea del bien o del mal que podía hacerle. Tal vez habría más hechizos de donde provenía éste. Si así era, volvería a las Piscinas y los buscaría él mismo; seguiría la espiral hasta su corazón caliente y discutiría acerca de los misterios con la Madonna. ¡En el mundo había milagros! Fuerzas que podían volver la carne del revés sin producir sangre, que podían destruir la tiranía de lo real y jugar con sus ruinas. En el cuarto de baño, el agua de la ducha continuaba cayendo. Se aproximó a la puerta del lavabo, ligeramente entreabierta, y espió. Aunque la ducha estaba abierta, Carole no se encontraba debajo de ella. Estaba sentada en el borde de la bañera y con las manos se cubría la cara. Lo oyó aproximarse a la puerta. Su cuerpo dio un respingo. No levantó la vista. -Te he visto... -le dijo. Su voz era gutural, llena de un horror que no lograba domeñar-. ¿Me estoy volviendo loca? -No. -¿Entonces qué ocurre? -No lo sé -repuso Jerry, sencillamente-. ¿Tan terrible es? -Es repugnante, odioso. No quiero mirarte. ¿Me oyes? No quiero verte. No intentó discutir. Carole no quería saber nada de él, y era su prerrogativa. Volvió al dormitorio, se vistió con sus ropas sucias y regresó a las Piscinas.


Nadie reparó en él, o mejor dicho, si por el camino alguien notó algo extraño en aquel peatón -una disparidad entre las ropas que vestía y el cuerpo que las llevaba-, se limitó a mirar hacia otra parte, sin deseos de enfrentarse a semejante problema a una hora tan temprana y sobrio. Cuando llegó a Leopold Road, en la escalinata había varios hombres. Hablaban, aunque él no lo supo, de la inminente demolición. Jerry se detuvo en el portal de una tienda, al otro lado de la calle, hasta que el trío se alejó; entonces, fue hasta la puerta principal de las Piscinas. Temía que hubieran cambiado la cerradura, pero no lo habían hecho. Entró fácilmente y cerró la puerta tras de sí. No llevaba linterna, pero cuando se internó en el laberinto se dejó guiar por el instinto y éste no le falló. Al cabo de unos minutos de exploración por los corredores sumidos en la oscuridad tropezó con la chaqueta que había dejado el día anterior; unos giros más adelante, llegó a la cámara donde la muchacha risueña lo había encontrado. Había una ligera luz proveniente de la piscina. Habían desaparecido casi todos los vestigios de luminiscencia que lo habían conducido hasta allí. Atravesó la cámara de prisa, lleno de aprensión. La piscina seguía llena a rebosar, pero la luz se había apagado casi por completo. Examinó el caldo: no había movimiento en sus profundidades. Se habían ido. Las madres, los hijos. También se habría ido su causa primera, la Madonna. Se dirigió a las duchas. Sí, se había marchado. Más aún, la cámara había sido destruida, como en un rapto de rabia. Habían arrancado los azulejos de las paredes y destrozado las tuberías. Aquí y allá vio manchas de sangre. Le dio la espalda a la destrucción y regresó a la piscina, preguntándose si habría sido su invasión lo que las había alejado de aquel templo provisional. Fuera cual fuese el motivo, las brujas se habían ido, y él, su criatura, se encontraba abandonado y privado de los misterios. Desesperado, vagó por el borde de la piscina. La superficie del agua no estaba del todo en calma: en ella había despertado un círculo de olas que aumentaba como un latido. Se quedó mirando cómo el oleaje iba ganando impulso y extendía sus brazos por la piscina. De repente, el nivel del agua comenzó a descender. El oleaje se convirtió rápidamente en un remolino de aguas espumosas. En el fondo de la piscina habían abierto alguna boca y el agua estaba drenando. ¿Habría huido por allí la Madonna? Corrió hasta el extremo opuesto de la piscina y examinó los azulejos. ¡Sí! Al abandonar su altar para lanzarse a la seguridad de la piscina, había dejado tras ella un rastro de fluido. Y si por ahí se había marchado la Madonna, ¿acaso las demás no la habrían seguido? No tenía manera de saber adónde iban a desembocar las aguas. Tal vez a las cloacas y de allí al río y, finalmente, al mar. Ahogándose hasta morir, hacia la extinción de la magia. O a través de algún canal secreto, hacia la tierra, a algún santuario seguro, apartado de los curiosos, donde el éxtasis no estaba prohibido. Las aguas enloquecían rápidamente a medida que la succión las reclamaba. El vórtice giraba, hervía, escupía. Estudió la forma que describía. Una espiral, por supuesto. Elegante, inevitable. Las aguas bajaban de prisa y el chapaleo pasó a ser rugido. Pronto no quedaría nada, y la puerta hacia otro mundo quedaría sellada y se perdería. No tenía alternativa: saltó. La corriente arremolinada tiró de él hacia abajo y dio vueltas y más vueltas, descendiendo más y más. Se sintió lanzado contra el suelo de la piscina y dio varias volteretas a medida que la corriente tiraba inexorablemente de él aproximándolo a la salida. Abrió los ojos. La corriente lo arrastró hasta el borde y más allá. El torrente lo acogió bajo su custodia y con su furia lo lanzó hacia atrás y hacia adelante. Más adelante había luz. No logró calcular a qué distancia se encontraba, pero ¿qué importancia tenía? Si se ahogaba antes de alcanzarla y moría antes de concluir el viaje, ¿qué? La muerte no era más segura que el sueño de masculinidad que había vivido durante todos esos años. Los términos de la descripción no servían para otra cosa que para ser trastocados, cambiados radicalmente. La tierra estaría brillante, ¿no?, y probablemente plagada de estrellas. Abrió la boca y gritó en el remolino, a medida que la luz crecía y crecía, cual himno en alabanza de la paradoja.