Jerry Coloqhoun esperó en la escalinata de las Piscinas de
Leopold Road durante más de treinta y cinco minutos antes de que Garvey
apareciera; poco a poco sus pies fueron perdiendo sensibilidad a medida que el
frío se le colaba por la suela de los zapatos. Se juró a sí mismo que llegaría
la hora en que sería él quien hiciera esperar a los demás. En realidad, tal
prerrogativa no tardaría en verificarse, si lograba convencer a Ezra Garvey
para que invirtiera en el Domo del Placer. Aquello requeriría una sed de riesgo
y un capital sustancial, y sus contactos le habían asegurado que Garvey, a
pesar de su reputación, poseía ambos elementos en abundancia. De dónde venía el
dinero de Garvey no era un punto de los procedimientos, al menos así se había
convencido Jerry. En los últimos seis meses, varios plutócratas mucho más
agradables habían rechazado su proyecto; en semejantes cucunstancias, la
delicadeza de sentimientos era un lujo que apenas podía permitirse. No estaba
del todo sorprendido por la renuncia de los inversores. Eran tiempos difíciles,
y no se podía aceptar riesgos a la ligera. Además, hacía falta cierta
imaginación -facultad no muy abundante entre los adinerados que había conocido-
para ver las Piscinas transformadas en el reluciente complejo de diversiones
que él tenía pensado. Pero sus investigaciones le habían convencido de que en
una zona como aquella –donde las casas al borde de la demolición eran compradas
y restauradas por una generación de sibaritas de clase media- las instalaciones
que el había planeado no podían dejar de dar dinero. Había otro aliciente más.
El Ayuntamiento, propietario de las Piscinas, estaba ansioso por deshacerse de
la finca del modo mas expeditivo posible, porque los acreedores acosaban. La
persona a la que Jerry había sobornado en la Dirección de Servicios
Comunitarios -el mismo hombre que había robado alegremente las llaves de la
finca por dos botellas de ginebra- le había comentado que el edificio podía
adquirirse por nada si la oferta se hacía rápidamente. Todo era cuestión de
buena coordinación, y de llegar a tiempo. Cualidad de la que, al parecer,
Garvey carecía. Cuando por fin se presentó, el entumecimiento se había
desplazado al norte de las rodillas de Jerry, y ya no estaba de tan buen humor.
Sin embargo, no dio señales de ello cuando Garvey se bajó de un Rover conducido
por su chófer y se acercó a la escalinata. Jerry sólo había hablado con él por
teléfono y se esperaba un hombre más corpulento, aunque a pesar de la falta de
estatura, no había manera de dudar de la autoridad de Garvey. Aquella autoridad
se le notaba en la abierta mirada de evaluación que le echó a Coloqhoun, en sus
rasgos nada felices, en el traje inmaculado. Se estrecharon la mano. -Me alegra
conocerle, señor Garvey. El hombre asintió con la cabeza, pero no le devolvió
el cumplido. Jerry no veía la hora de guarecerse del frío, y por eso abrió la
puerta principal y lo condujo hasta el interior. -Sólo dispongo de diez minutos
-dijo Garvey. -Muy bien -repuso Jerry-. Sólo quería enseñarle la distribución.
-¿Ha estudiado el edificio? -Por supuesto. Era mentira. Jerry sólo había estado
en el edificio en el mes de agosto, por cortesía de un contacto del
Departamento de Arquitectura, y desde entonces sólo había visto el lugar desde
fuera. Habían pasado cinco meses desde que entrara en el edificio, y abrigó la
esperanza de que el acelerado deterioro no se hubiera apoderado definitivamente
del lugar. Entraron en el vestíbulo. Olía a humedad, pero el aroma era
soportable. -No hay electricidad -explicó-. Tendremos que utilizar una
linterna. Sacó la linterna del bolsillo y enfoco el haz luminoso hacia la
puerta interior. Tenía un caudado. Se quedó mirándolo sin decir palabra. Si la
última vez que había estado allí, esa puerta estaba cerrada, no lo recordaba.
Probó con la única llave que le habían dado, sabiendo antes de meterla en la
cerradura que no serviría. Maldijo por lo bajo, repasando mentalmente las
opciones disponibles. O bien Garvey y él se daban media vuelta y dejaban las
Piscinas con sus secretos -si el moho, la podredumbre y un techo a punto de
venirse abajo podían clasificarse como secretos-, o bien intentaba entrar por
la fuerza. Le echó un vistazo a Garvey, que había sacado un prodigioso cigarro
del bolsillo y le daba ligeros toques con una llama; se formó una nube de humo
aterciopelado. -Lamento el contratiempo -dijo. -Son cosas que pasan -repuso
Garvey, claramente imperturbable. -Me parece que harán falta un par de brazos
fuertes -dijo Jerry, sondeando a Garvey para ver qué le parecía lo de entrar
por la fuerza. -Me parece bien. Jerry efectuó una rápida inspección del
vestíbulo en busca de un implemento. En la taquilla encontró un taburete de
patas metálicas. Lo sacó y fue hacia la puerta, consciente de que la mirada
divertida y benigna de Garvey lo seguía a todas partes. Utilizó una de las
patas a manera de palanca y rompió el candado, que cayó sobre los mosaicos del
suelo con estrépito. -Ábrete, sésamo -murmuró con cierta satisfacción, y abrió
la puerta de un empellón para que pasara Garvey. El eco producido por el ruido
del candado se demoró en los pasillos desiertos por los que pasaron y fue
disminuyendo hasta convertirse en un suspiro. El interior parecía más inhóspito
de lo que Jerry recordaba. Las ráfagas de luz que se filtraban por los cristales
enmohecidos de las claraboyas del pasillo eran de color gris azulado. La luz y
las cosas iluminadas rivalizaban en melancolía. Sin duda, en otra época las
Piscinas de Leopold Road habían sido un ejemplo de art déco, de azulejos
relucientes y bonitos mosaicos en suelos y paredes. Pero no en la vida adulta
de Jerry. Hacía tiempo que los mosaicos del suelo se habían levantado con la
humedad, y que de las paredes los azulejos habían caído por centenares, dejando
un dibujo de cerámica blanca y mortero ennegrecido como si se tratara de un
enorme crucigrama carente de pistas. La atmósfera de indigencia era tan
profunda que a Jerry le entraron ganas de abandonar su intento de venderle el
proyecto a Garvey. Sin duda no habría esperanza de ventas por más ridículamente
bajo que fuera el precio de compra. Pero Garvey parecía más interesado de lo
que Jerry había creído. A grandes zancadas se internó en el pasillo, fumando el
cigarro y gruñendo para sí mientras avanzaba. Jerry presintio que sólo una
curiosidad morbosa podía empujar al magnate a adentrarse en aquel mausoleo de
ecos. -Es atmosférico. Este lugar tiene posibilidades -dijo Garvey-. No tengo
reputacion de filántropo, Coloqhoun, y usted ha de saberlo, pero tengo buen
gusto por las cosas finas. Se había detenido delante de un mosaico que
reflejaba una indefinida escena mitológica de peces, ninfas y dioses marinos
juguetones. Gruñó apreciativamente siguiendo la curva sinuosa del diseño con la
punta humedecida del cigarro. -Hoy en día no se ve mano de obra así -comentó.
-Es soberbio -dijo Jerry, aunque no le pareciera gran cosa. -Enséñeme el resto.
El complejo había albergado en otra época gran cantidad de servicios -salas de
sauna, baños turcos, baños termales-, además de las dos piscinas. Estas
distintas zonas estaban conectadas por una maraña de pasadizos que, a
diferencia del pasillo principal, no tenían claraboyas; allí tendrían que
conformarse con la luz de la linterna. A oscuras o no, Garvey quiso ver todas
las zonas públicas. Los diez minutos de los que disponía al principio se
convirtieron en veinte, y luego en treinta, pues a cada rato, cuando descubría
algún nuevo elemento que provocaba sus comentarios, interrumpía el recorrido.
Jerry escuchaba con fingida comprensión; el entusiasmo de aquel hombre por la
decoración le resultaba detestable. -Me gustaría ver las piscinas -anunció
Garvey tras haber realizado una prolija investigación de los servicios
secundarios. Jerry lo condujo servicialmente por el laberinto hacia las dos
piscinas. En un diminuto corredor, muy cerca de los baños turcos, Garvey dijo:
-Silencio. -¿Cómo? -inquirió Jerry, parándose en seco. -He oído una voz. Jerry
escuchó. El haz de la linterna iluminó los mosaicos del suelo, dejando una
tenue luminiscencia a su alrededor que hizo palidecer el rostro de Garvey. -No
oigo... -He dicho silencio -le ordenó Garvey. Movió lentamente la cabeza hacia
un lado y hacia el otro. Jerry no oía nada. Y en ese momento, tampoco Garvey.
Se encogió de hombros y le dio una chupada al cigarro. La voz se había apagado,
ahogada por el aire húmedo. -Un truco de los corredores -comento Jerry-. Los
ecos resultan engañosos. A veces se oye el ruido de los propios pasos que
vuelven para recibirnos. Garvey volvió a gruñir. El gruñido parecía su más
valioso elemento del lenguaje. -He oído algo -insistió, claramente insatisfecho
por la explicación de Jerry. Volvió a escuchar. En los corredores reinaba un
silencio tal que se podría haber oído el sonido de un alfiler al caer al suelo.
Ni siquiera se oía el tráfico de Leopold Road. Por fin, Garvey pareció
contento. -Adelante -dijo. Jerry lo guió hacia las piscinas, aunque no conocía
muy bien el camino. En varias ocasiones giraron en sentido equivocado y fueron
a parar a una maraña de corredores idénticos, pero finalmente llegaron a su destino.
-Hace calor -dijo Garvey, mientras esperaba delante de la piscina más pequeña.
Jerry asintió con un murmullo. En su ansia por llegar a las piscinas no había
notado que la temperatura aumentaba. Pero en cuanto se detuvo, comprobó que
tenía el cuerpo bañado en sudor. El aire era húmedo, y no olía a moho, como en
los demás lugares del edificio, sino que despedía un aroma más malsano, casi oprimente.
Esperó que Garvey, envuelto en el humo de su cigarro, no percibiera el olor,
porque distaba mucho de ser agradable. -Está encendida la calefacción -dijo
Garvey. -Eso parece -asintió Jerry, aunque no entendía por qué. Tal vez el
Departamento de Ingeneria pusiera en marcha de vez en cuando el sistema de
calefacción, para que no se estropeara con la inactividad. En ese caso,
¿estarían en el corazón del edificio? ¿Acaso Garvey habría oído voces de
verdad? Mentalmente intentó encontrar una explicación por si se topaba con
ellos. -Las piscinas -anunció, y abrió una de las puertas dobles. La claraboya
de aquella sala estaba mucho más sucia que las del pasillo principal; por ella
apenas se filtraba algo de luz. Sin embargo, Garvey no se amilanó. Traspuso el
umbral y se acercó al borde de la piscina. Había poco que ver; allí, las
superficies estaban cubiertas por una capa de moho de varios años. En el fondo
de la piscina, apenas visible debajo de las algas, los mosaicos formaban un
dibujo. Un brillante ojo de pez los miraba desde la profundidad, con un
perfecto descuido. -Siempre me ha dado miedo el agua -comentó Garvey,
pensativo, mientras miraba la piscina vacía-. No se de dónde me viene. -De la
infancia -sugirió Jerry. -¿Le parece? -repuso Garvey-. Mi mujer dice que es del
útero. -¿El útero? -Según ella no me gustaba nadar en el útero de mi madre
-repuso con una sonrisa que podía haber sido a sus propias expensas, aunque más
bien parecía a expensas de su mujer. Un sonido breve, como de algo que cae, les
llegó a través de la piscina vacía. Garvey se quedo helado. -¿Ha oído eso?
–inquirió-. Aquí hay alguien más. Su voz se había elevado de repente media
octava. -Serán ratas -repuso Jerry. No deseaba encontrarse con los ingenieros,
porque temía que le formularan preguntas incómodas. -Deme la linterna -le
ordeno Carvey, quitándosela de la mano. Iluminó el lado opuesto de la piscina.
Aparecieron una serie de vestuarios, y una puerta por la que se podía salir de
la piscina. No se movió nada. -No me gustan las alimañas -dijo Garvey. -Es que
este sitio está abandonado -comentó Jerry. -Sobre todo si son de la especie
humana -concluyó Garvey. Lanzó la linterna a las manos de Jerry-. Tengo
enemigos, señor Coloqhoun. Aunque ya estara usted al tanto de mis antecedentes,
¿no es así? No soy un lirio del valle. -La preocupación de Garvey por los
ruidos que creía haber escuchado adquiría un desagradable sentido. No temía a
las ratas, sino que le hicieran daño físico-. Sera mejor que nos vayamos dijo-.
Enséñeme la otra piscina y habremos terminado. -De acuerdo -dijo Jerry, tan
feliz como su invitado de poder marcharse. El incidente le había dado más
calor. Sudaba copiosamente. y las gotas le caían por la nuca. Le dolía la
nariz. Condujo a Garvey por el pasillo hasta la puerta de la piscina más grande
y la empujó. La puerta no se abrió. -¿Algún problema? -Estará cerrada por
dentro. -¿Hay otra forma de entrar? -Creo que sí. ¿Quiere que dé la vuelta por
atrás? -Le concedo dos minutos -dijo Garvey, echando un vistazo a su reloj-.
Tengo varias citas. Garvey vio desaparecer a Coloqhoun por el corredor oscuro,
con la luz de la linterna marchando delante. El tipo no le caía bien. Iba
demasiado bien afeitado; y calzaba zapatos italianos. No obstante, dejando de
lado al padre de la idea, el proyecto tenía su mérito. A Garvey le gustaban las
Piscinas y sus anexos, la uniformidad de su diseño, la banalidad de sus
decoraciones. A diferencia de muchas personas, encontraba tranquilizadoras las
instituciones: los hospitales, las escuelas, incluso las prisiones. Olían a
orden social, aliviaban esa parte interior suya temerosa del caos. Era mejor un
mundo excesivamente organizado que uno no organizado suficientemente. El
cigarro había vuelto a apagársele. Se lo llevó a los labios y encendió una
cerilla. Al apagarse la primera llama, en el corredor vislumbró a una muchacha
desnuda que lo estaba observado. La visión fue momentánea, pero cuando la
cerilla se le cayó de los dedos y la luz se apagó, apareció en su mente,
perfectamente intacta. Era joven -a lo sumo tendría quince años-, y su cuerpo,
pleno. El sudor que le perlaba la piel le daba una sensualidad tal que podría
haber sido producto de sus sueños. Tiró el cigarro a medio fumar, buscó otra
cerilla y la encendió, pero en los escasos segundos de oscuridad la bella niña
había desaparecido, dejando simplemente el aroma de su dulce cuerpo en el aire.
-Niña...-llamó. La visión de su desnudez, y la sorpresa reflejada en aquellos
ojos, le provocaron ansias de volver a verla. -Niña... La llama de la segunda
cerilla no logró penetrar más de uno o dos metros de corredor. -¿Estás ahí? No
podía andar muy lejos, reflexionó. Encendió una tercera cerilla y fue en su
busca. Había avanzado unos cuantos pasos, cuando oyó a alguien a sus espaldas.
Se volvió. La luz de la linterna iluminó el susto que llevaba en la cara. Era
el de los zapatos italianos. -No hay forma de entrar. -No es necesario que me
encandile -dijo Garvey. El haz de luz bajó. -Disculpe. -Coloqhoun, aquí hay
alguien. Es una chica. -¿Una chica? -Tal vez sepa usted algo. -No. -Estaba
completamente desnuda. Apareció a tres o cuatro metros de mí. Perplejo, Jerry miró
a Garvey. ¿Acaso padecería delirios sexuales? -Le digo que vi una chica
-protestó Garvey, aunque nadie le había llevado la contraria-. Si no hubiera
llegado usted, la habría agarrado. -Volvió a mirar hacia el corredor-. Ilumine
por ahí, haga el favor. Jerry enfocó el haz luminoso hacia la maraña. No había
señales de vida. -Maldita sea -dijo Garvey con genuina pena. Se volvió a mirar
a Jerry-. Está bien. Salgamos de aquí. Cuando se despidieron en las
escalinatas, dijo: -Me interesa. El proyecto no carece de potencial. ¿Tiene un
plano del edificio? -No, pero puedo conseguir uno. -Hágalo. -Garvey encendió un
nuevo cigarro-. Y envíeme su propuesta con más detalles. Entonces volveremos a
hablar. Tuvo que entregar una considerable suma a su contacto del Departamento
de Arquitectura para sacarle los planos de las Piscinas, pero a la larga, Jerry
los consiguió. Sobre el papel, el complejo parecía un laberinto. Y como en el
mejor de los laberintos, no había un orden aparente en la disposición de las
duchas, los lavabos y lós vestuarios. Fue Carole la que le probó que esa tesis
estaba equivocada. -¿Qué es eso? -le preguntó mientras Jerry estudiaba los
planos esa noche. Habían pasado cuatro o cinco horas juntos en el apartamento
de Jerry, sin los altercados y el mal ambiente que últimamente les estropeaban
cada velada. -Son los planos de las Piscinas de Leopold Road. ¿Quieres otro
brandy? -No, gracias. Observó los planos mientras él se levantaba para volver a
llenarse la copa. -Creo que he convencido a Garvey para que se asocie conmigo
–dijo Jerry. -¿Vas a hacer negocios con él? -No me hagas sentir como un
negrero. El tío tiene dinero. -Dinero sucio. -¿Qué importa un poco de suciedad
entre amigos? Lo miró friamente y Jerry deseó poseer la capacidad de repetir
los últimos diez segundos y borrar el comentario. -Necesito este proyecto -le
dijo. Llevó la copa hasta cl sofá y se sentó frente a ella; los planos estaban
desplegados sobre la mesita que había entre ambos-. Necesito que aunque sea por
una vez las cosas me salgan bien. Los ojos de Carole se negaron a concederle un
respiro. -Creo que Garvey y los de su calaña no son buena gente. No me importa
cuánto dinero tenga. Es un villano, Jerry. -Entonces tengo que olvidarme de
todo el proyecto, ¿eh? ¿Es eso lo que insinuas? -Habían discutido en anteriores
ocasiones sobre el particular-. ¿Pretendes que me olvide de todos los esfuerzos
que he realizado y que agregue esta fracaso a los anteriores? -No hace falta
que grites. -¡No estoy gritando! -Está bien -dijo en voz baja-, no estás
gritando. -¡Dios Santo! Carole continuó estudiando los planos. Él la observaba
por encima del borde de la copa de whisky; le miró el fino cabello rubio
peinado con raya al medio. Tenía tan poco sentido que siguieran juntos... Los
procesos que los habían conducido hasta aquel callejón sin salida eran obvios,
pero nunca lograban encontrar el terreno común necesario para intercambiar
opiniones de un modo fructífero No sólo sobre aquel tema, sino sobre medio
centenar más. Los pensamientos que zumbaban bajo aquel tierno cráneo eran para
él un misterio, y probablemente, a ella le ocurría lo mismo con respecto a él.
-Es una espiral -dijo Carole. -¿El qué? -Las Piscinas. Están diseñadas en forma
de espiral, fijate. Se levantó para ver los planos, mientras Carole trazaba una
ruta por los pasillos con el dedo índice. Tenía razón. Aunque los imperativos
de las instrucciones de los arquitectos habían oscurecido la claridad de la
imagen, la maraña de corredores y cuartos formaba una somera espiral. Los
círculos de sus dedos fueron dibujando giros cada vez más cerrados mientras
describían la forma. Finalmente, se detuvo en la piscina más grande, la que
permanecía cerrada. Jerry se quedó mirando los planos en silencio. Si ella no
lo hubiera notado, sabía que podía haberse pasado una semana entera mirando los
planos sin descubrir la estructura oculta. Carole decidió que no sc quedaría a
dormir. En la puerta intentó explicarle que no significaba que todo había
terminado, sino que valoraba demasiado su intimidad como para utilizarla de
parche. Jcrry lo comprendió a medias. Carole se imaginaba a ambos como animales
heridos. Al menos tenían una vida metafórica en común. Estaba acostumbrado a
dormir solo. En cierto modo, prefería estar solo en su cama que compartirla con
alguien, incluso con Carole. Pero esa noche la necesitaba a su lado; en
realidad, necesitaba a alguien a su lado, aunque no fuera ella. Sc sentía
inquieto sin motivos, como un niño. Cuando llego el sueño, volvió a huir, como
si temiera soñar. Hacia el amanecer se levantó; prefería el insomnio a aquel
horrible sueño agitado. Se envolvió cn la bata y fue a la cocina a prepararse
un poco de té. Los planos seguían desplegados sobre la mesita de café, donde
los habían dejado la noche anterior. Sorbiendo el dulce y cálido té de Assam,
se quedó pensando en los planos. Desde que Carole se lo había indicado, no
lograba hacer otra cosa que concentrarse en la espiral, a pesar de la variedad
de detalles que le llamaban la atención; la espiral era una prueba irrefutable
de que debajo del caos aparente había una mano oculta. Sus ojos quedaron
atrapados, y fue seducido por aquellas curvas a seguir la ruta incesante,
vueltas y vueltas, en círculos cada vez más cerrados. Pero ¿hacia qué? Una
piscina cerrada. Ahíto de té, volvió a la cama; esta vez, la fatiga pudo más
que sus nervios, y el sueño que le había sigo negado lo invadió. Carole lo
despertó a las siete y cuarto; le telefoneaba antes de ir a trabajar para
disculparse por lo de la noche anterior. -No quiero que todo salga mal entre
nosotros, Jerry. Y tu lo sabes, ¿verdad? Sabes que significas mucho para mí. No
soportaba hablar de amor por las mañanas. Lo que a medianoche le parecía
romántico le sonaba ridículo al amanecer. Le contestó con declaraciones de
compromiso y quedó en verla a la noche siguiente. Y se volvió a la cama. Desde
que visitara las Piscinas, no pasó siquiera un cuarto de hora sin que Ezra
Garvey pensara en la chica que había visto en el corredor. La cara de la niña
había acudido a su mente mientras cenaba con su esposa y hacía el amor con su
amante. Una cara tan ilimitada, tan brillante de posibilidades... Garvey se
consideraba un hombre atractivo para las mujeres. A diferencia de gran parte de
sus potentados colegas, cuyas consortes eran un aditamento que daba más
beneficios cuando estaban ausentes siempre que no las necesitaran para una
funcion específica, Garvey disfrutaba en compañía del sexo opuesto. Sus voces,
sus perfumes, sus risas. La avidez que sentía por su proximidad no conocía
limites; eran criaturas preciosas y estaba dispuesto a gastarse pequeñas
fortunas para asegurarse su compañía. Por lo tanto, esa mañana, cuando regresó
a Leopold Road, llevaba la chaqueta cargada de dinero y alhajas caras. Los
transeúntes estaban demasiado preocupados en no mojarse las cabezas (desde el
amanecer había caído una fría y constante llovizna) como para fijarse en el
hombre que estaba de pie en las escalinatas bajo un paraguas negro, mientras
otro se agachaba e intentaba abrir el candado. Chandaman era un experto en cerraduras.
El candado se abrió con un chasquido al cabo de unos segundos. Garvey bajó el
paraguas y se metió en el vestíbulo. -Espera aquí -le ordenó a Chandaman-. Y
cierra la puerta. -Sí, señor. -Si te necesito te llamaré. ¿Llevas la linterna? Chandaman
sacó la linterna de la chaqueta. Garvey la tomó, la encendió y desapareció
corredor abajo. O bien en el exterior hacia mucho más frío que el día anterior,
o bien en el interior el calor era excesivo. Se desabrochó la chaqueta y se
aflojó el nudo de la corbata. Recibió con beneplácito el calor, porque le
recordaba el brillo de la piel de la niña de sus ensueños, la lánguida mirada
de sus ojos negros. Avanzó por el corredor; la luz de la linterna bañó los
mosaicos. Siempre había tenido un buen sentido de la orientación; sólo tardó
unos minutos en dar con el camino hacia el exterior de la piscina más grande,
donde había encontrado a la chica. Al llegar se quedó quieto y aguzó el oído.
Garvey era un hombre acostumbrado a mirar por encima del hombro. Toda su vida
profesional, dentro o fuera de la cárcel, había tenido que cuidarse de los
asesinos. Aquella vigilancia incesante le había vuelto sensible a la menor
señal de presencia humana. Los sonidos que otros hubieran pasado por alto le
imprimían un tatuaje de advertencia en los tímpanos. Pero allí, nada. Silencio
en los corredores; silencio en las antesalas de los baños turcos; silencio en
todos los enclaves azulejados de un extremo al otro del edificio. Y sin embargo
sabía que no estaba solo. Cuando le fallaban los cinco sentidos, un sexto
perteneciente quizá más a la bestia que llevaba dentro que al hombre
sofisticado reflejado en el traje caro que vestía- captaba las presencias. En
más de una ocasion aquella facultad le había salvado el pellejo. Y esperaba que
en aquellas circunstancias lo guiara hasta los brazos de la belleza. Fiándose
del instinto, apagó la linterna y avanzo por el corredor del que había surgido
la muchacha, tanteando las paredes. La presencia de la presa lo incitaba.
Sospechaba que se encontraba al otro lado de alguna pared, siguiendo sus pasos
por algún pasadizo secreto al que él no tenía acceso. La idea de aquel acecho
lo satisfizo. Ella y él, solos en aquella sudorosa maraña, jugando un juego que
ambos sabían que acabaría en captura. Se movió furtivamente; su pulso fue
marcándole los segundos de la persecución en el cuello, en las muñecas y en la
entrepierna. El sudor le pegó el crucifijo al pecho. Finalmente, el corredor se
bifurcó. Se detuvo. La luz era muy escasa, y la poca que había perfilaba los
túneles de un modo engañoso. Resultaba imposible juzgar la distancia. Pero
fiándose de sus instintos, giró hacia la izquierda y se guió por el olfato.
Inmediatamente halló una puerta. Estaba abierta; la traspuso y se encontró en
un espacio más amplio, al menos eso supuso a juzgar por el sonido apagado de
sus pasos. Volvió a permanecer quieto. Esta vez sus oídos se vieron
recompensados con un sonido. Provenía del otro lado de la habitación; era el
suave murmullo de unos pies desnudos sobre los mosaicos. ¿Sería su imaginación,
o llegó a atisbar a la niña, su cuerpo esculpido en la oscuridad, más pálido
que la negrura que la rodeaba y más suave aún? ¡Sí! Era ella. A punto estuvo de
gritarle, pero luego se lo pensó mejor. La persiguió en silencio, feliz de
seguirle el juego hasta que se hartara. Atravesó la habitación, traspuso otra
puerta que daba a otro túnel. El aire era mucho más cálido que en otras partes
del edificio; pegajoso y congraciador, se le apretó al cuerpo. Un instante de
ansiedad le cerró la garganta; estaba olvidando todos los artículos de fe del
autócrata al introducir tan de buena gana la cabeza en el lazo cálido. Aquello
podía muy bien ser una trampa: la muchacha, la persecución. Al doblar la
siguiente esquina los pechos y la belleza podían haber desaparecido, y un
cuchillo podría clavársele en el corazón. Sin embargo, sabía que no era así;
sabía que los pasos que oía eran los de una mujer, ligeros y esbeltos; que el
bochorno que le producía nuevas olas de sudor sólo podía nutrir suavidad y
pasividad. En semejante calor los cuchillos no podían sobrevivir; su filo se
estropearía, su ambición caería en el abandono. Estaba seguro. Más adelante,
las pisadas se interrumpieron. Él también se detuvo. De alguna parte provenía
un poco de luz, aunque su fuente no resultaba visible. Se mojó los labios;
sabían a sal. Avanzó. Sus dedos palparon los azulejos, que rezumaban agua; los
pies le resbalaban en los mosaicos. A cada paso, su expectación iba en aumento.
La luz se tomó más brillante. No era del día. La luz del sol no lograba
penetrar en aquel santuario; se parecía más a la luz de la luna, suave,evasiva;
aunque tampoco tendría acceso a aquel lugar, pensó Garvey. Fueran cuales fuesen
sus orígenes, gracias a ella logró ver a la muchacha, mejor dicho, a una
muchacha, porque no era la misma que viera dos días antes. Estaba desnuda, era
joven, pero por lo demás, era distinta. Logró verla brevemente antes de que
huyera de el por el corredor y girara en una esquina. La,perplejidad otorgó un
sabor excitante a la persecución; no era una, sino dos las niñas que ocupaban
aquel lugar secreto. ¿Por qué? Volvió la vista atrás para asegurarse de que su
vía de escape quedaba libre, en caso de que tuviera que retirarse, pero su
memoria, confundida por el aire perfumado, no lograba formarse una clara idea
de la ruta que lo había conducido hasta allí. La preocupación mantuvo a raya su
entusiasmo, pero no quiso sucumbir a ella, y continuó avanzando; fue tras la
muchacha hasta el final del corredor y giró a la izquierda. El pasillo recorría
una pequeña distancia antes de volver a girar a la izquierda; la muchacha
acababa de desaparecer por allí. Apenas consciente de que los giros se hacían
cada vez más cerrados con cada vuelta, fue tras la muchacha, respirando
entrecortadamente por la agobiante atmósfera y la persecución. De repente,
cuando giró una última esquina, el calor se hizo más aplastante y el pasillo lo
condujo a una pequeña cámara apenas iluminada. Se desabrochó el cuello de la
camisa. Las venas del dorso de las manos sobresalían como cordeles; notó cómo
le trabajaban el corazón y los pulmones. Pero sintió alivio al comprobar que la
persecución concluía allí. El objeto de su cacería estaba allí de pie, dándole
la espalda, y al ver aquella espalda suave y aquellas nalgas exquisitas, su
claustrotobia se evaporó. -Niña... -jadeó-, sí que me has hecho correr. La
chica pareció no oírlo, o mejor dicho, pareció llevar el juego hasta los
límites de la desobediencia. Avanzó por los mosaicos resbaladizos. -Te estoy
hablando. Cuando estuvo a una media docena de pasos de ella, la chica se
volvió. No era la muchacha que acababa de perseguir por el corredor, ni tampoco
la que había visto hacía dos días. Aquella criatura era otra distinta. Su
mirada reposó sobre aquel rostro desconocido durante unos segundos, antes de
bajar vertiginosamente al niño que llevaba en brazos. Era un lactante, como
cualquier niño recién nacido, que chupaba hambriento de uno de los jóvenes
pechos. Pero en sus cincuenta y tantos años de vida, los ojos de Garvey jamás
habían visto una criatura como aquélla. Le invadieron las náuseas. Ver a la
muchacha amamantando fue ya una gran sorpresa, pero verla amamantar semejante
cosa, semejante paria de vaya a saber qué tribu, humana o animal, fue algo que
su estómago apenas pudo resistir. El infierno mismo daba retoños más dignos del
abrazo. -En nombre de Dios, ¿qué...? La muchacha observo fijamente la sorpresa
de Garvey, y una ola de risotadas le surcó el rostro. Garvey mencó la cabeza.
La criatura que llevaba en los brazos desenroscó un miembro y lo estampó sobre
el pecho de su madre para sacar más alimento. Aquel gesto convirtió el asco de
Garvey en ira. Haciendo caso omiso de las protestas de la muchacha, le arrancó
la abominación de los brazos; la sostuvo lo suficiente como para sentir el saco
reluciente de aquel cuerpo retorcerse entre sus manos, y luego lo arrojó con
todas sus fuerzas contra la pared opuesta de la cámara. Al golpear contra los
azulejos, gritó; su quejido acabó tan de prisa como había empezado, pero fue
repetido rápidamente por la madre. La muchacha corrió hacia el sitio donde
yacía la criatura; al parecer, el impacto había abierto el cuerpo sin huesos.
Uno de sus miembros, de los que tenía al menos media docena, intentó elevarse
para tocarle la cara bañada en lágrimas. La muchacha cobijó en sus brazos a
aquella cosa; unos hilillos de fluido reluciente le corrieron por el vientre y
las ingles. Más allá de la cámara se oyó un grito. Garvey sabía de qué se
trataba: contestaba al grito de muerte de la criatura, y al lamento creciente
de su madre, pero aquel sonido era más perturbador que los otros dos. La
imaginación de Garvey se tornó una facultad empobrecida. Mas alla de sus sueños
de mujeres y riquezas había un erial. Pero al oír el sonido de aquella voz, el
erial floreció y dio paso a unos horrores que se creía incapaz de concebir. No
eran retratos de monstruos, que en el mejor de los casos no podían ser más que
la conjunción de los fenomenos experimentados. Lo que su mente creó fueron mas
sensaciones que visiones; provenían de su esencia y no de su mente. Todas las
certezas se echaron a temblar –la masculinidad, el poder, los dobles
imperativos del temor y la razón-, todas se subieron el cuello del abrigo y se
negaron a reconocerlo. Comenzó a temblar, con un temor que sólo sentía en
sueños, mientras el grito continuaba. Le dio la espalda a la cámara y echó a
correr: la luz proyectó su sombra delante de él por el oscuro corredor. Su
sentido de la orientación lo había abandonado. En la primera intersección, y
luego en la segunda, cometió un error. Unos metros más adelante reconoció su
error e intentó volver sobre sus pasos, pero de ese modo no hizo sino aumentar
la confusión. Los corredores se parecían: los mismos azulejos, la misma luz
mortecina. Cada vez que doblaba una esquina llegaba a una cámara por la que no
había pasado antes, o bien terminaba en callejones sin salida. Su pánico
aumentó. El lamento había concluido; estaba solo con su respiracion
entrecortada y las maldiciones a media voz. Coloqhoun era responsable de aquel
tormento, y Garvey juró que le arrancaría la verdad a palos, aunque tuviera que
romperle personalmente hasta el último hueso. Mientras continuaba corriendo, se
aferró a la idea de aquella paliza; era su único consuelo. Tan preocupado
estaba pensando en las agonías que haría padecer a Coloqhoun, que no notó que
daba vueltas en círculo y que regresaba hacia la luz, hasta que resbalando
llegó a una cámara familiar. La criatura yacía en el suelo, muerta y desechada.
Su madre había desaparecido. Garvey se detuvo a hacer inventario de su
situación. Si volvía por donde había llegado, la ruta no haría mas que
confundirlo; si seguía adelante, atravesando la cámara, hacia la luz, quizá
lograra cortar el nudo gordiano y regresar al punto de partida. El veloz
ingenio de la solución le satisfizo. Cautelosamente, atravesó la cámara hasta
la puerta abierta ubicada al otro lado y se asomó. Ante él se extendía un nuevo
corredor, y al final de éste otra puerta que daba a un espacio abierto. ¡La piscina!
¡Seguramente sería la piscina! Olvidó toda precaución, cruzó la cámara y
recorrió el pasillo. A cada paso, el calor iba en aumento. La cabeza le
zumbaba. Llegó al final del pasillo y salió al ruedo que había más allá. A
diferencia de la pequeña, la piscina grande no estaba vacía. Estaba llena a
rebosar, no de agua clara, sino de un caldo espumoso que humeaba a pesar del
calor reinante. Aquella era la fuente de la luz. El agua de la piscina despedía
una fosforescencia que todo lo teñía -los mosaicos, el trampolín, los
vestuarios, sin duda a él mismo- con el mismo tono leonado. Escudriñó la escena
que tenía ante sí. No había señales de las mujeres. Su camino hacia la salida
no se veía amenazado; tampoco veía señales de cadenas ni de candados en las puertas
dobles. Comenzó a avanzar hacia ellas. Resbaló en los mosaicos; echó un breve
vistazo hacia abajo y vio que había atravesado un rastro de fluído -en la luz
embrujada le resultó difícil distinguir su color- que acababa en el borde del
agua o bien comenzaba allí. Dominado por la curiosidad, se volvió a mirar al
agua. El vapor se arremolinaba; una corriente jugaba con la espuma. Y allí...
sus ojos captaron una silueta oscura, anónima, que se deslizaba debajo de la
piel del agua. Pensó en la criatura que había matado, en su cuerpo informe y en
los lazos colgantes de sus miembros. ¿Sería otra de la misma especie? El brillo
del líquido lamió el borde de la piscina; los continentes de espuma se
deshicieron en archipiélagos. No vio señales del nadador. Irritado, apartó la
vista del agua. Ya no estaba solo. Tres muchachas habían aparecido de la nada,
y avanzaban hacia él por el borde de la piscina. Una de ellas era la que había
visto la primera vez. A diferencia de sus hermanas, llevaba un vestido. Tenía
un pecho desnudo. Lo miró muy seria y se fue acercando; a su lado arrastraba
una cuerda adornada con cintas manchadas, atadas en lazos flojos pero
extravagantes. Al llegar estas tres gracias las aguas fermentadas de la piscina
se agitaron locamente cuando sus ocupantes salieron a recibir a las mujeres.
Garvey logró ver tres o cuatro siluetas inquietas sacudir la superficie sin
romperla. Quedó atrapado entre su instinto, que le aconsejaba huir (la cuerda,
aunque embellecida, seguía siendo una cuerda), y el deseo de quedarse a ver lo
que contenía la piscina. Echó un vistazo hacia la puerta. Se encontraba a menos
de diez metros de ella. Una rápida carrera y saldría a la fresca atmósfera del
pasillo. Desde allí podría gritarle a Chandaman. Las muchachas se detuvieron muy
cerca de él y lo observaron. Les devolvió las miradas. Todos los deseos que lo
habían conducido hasta allí se habían evaporado. Ya no quería sostener en sus
manos los pechos de aquellas criaturas, ni acariciar la intersección de sus
muslos relucientes. Aquellas mujeres no eran lo que parecían. Su silencio no
era docilidad, sino el trance inducido por alguna droga; su desnudez no era
sensualidad, sino una horrible indiferencia que lo ofendía. Incluso su
juventud, y todo lo que traía aparejado -la suavidad de la piel, el brillo del
pelo-, hasta eso parecía de algún modo corrupto. Cuando la muchacha del vestido
tendió una mano y le tocó la cara sudorosa, Garvey lanzó un gritito de asco,
como si lo hubiera lamido una serpiente. No se mostró molesta por su reacción,
sino que se le acercó más, sin apartar los ojos de los suyos; no olía a perfume
como su amante, sino a frescura. A pesar de sentirse agraviado no podía
apartarse de ella. Se quedó quieto, sin apartar la vista de los ojos de aquella
furcia, mientras ella le besaba la mejilla y con la cuerda engalanada de lazos
le envolvía el cuello. Jerry telefoneó al despacho de Garvey a intervalos de
media hora durante todo el día. Al principio le dijeron que no estaba en la
oficina, y que regresaría esa misma tarde. Pero a medida que avanzaba el día,
el mensaje cambió. Garvey no iba a estar en el despacho en todo el día. El
señor Garvey, le dijo la secretaria, no se encontraba bien y se había marchado
a su casa a descansar. Le pidió que telefoneara al día siguiente. Jerry
solicitó a la secretaria que tomara nota de un recado: había conseguido los
planos de las Piscinas y estaría encantado de hablar del proyecto cuando al
señor Garvey le pareciera oportuno. A últimas horas de la tarde le telefoncó
Carole. -¿Salimos esta noche? ¿Que te parece si vamos al cine? -Pues no se me
había ocurrido ir tan lejos -repuso él-. Hablaremos esta noche, ¿vale?
Finalmente fueron a ver una película francesa que, aparentemente, por lo que
Jerry logró captar, carecía de argumento; consistía en una serie de diálogos
entre los personajes, en los que discutían sus traumas y aspiraciones, siendo
los primeros directamente proporcionales al fracaso de las últimas. La película
le dejó una sensación de apatía. -No te ha gustado... -No demasiado. Todos esos
diálogos intimidadores... -Y nada de tiros. -Nada de tiros. Carole sonrió para
sí. -¿Qué tiene de gracioso? -quiso saber él. -Nada... -No digas que nada. -No
he hecho más que sonreír, eso es todo -dijo ella, encogiéndose de hombros-. ¿No
puedo sonreír? -Cielos. Lo unico que le falta a esta conversación son
subtítulos. Caminaron un rato por la calle Oxford. -¿Quieres comer algo? -le
preguntó Jerry cuando llegaron a la esquina de la calle Poland-. Podríamos ir
al Red Fort. -No, gracias, no me gusta cenar tan tarde. -Por el amor del cielo,
no discutamos por una maldita película. -¿Quién discute? -Eres exasperante.
-Pues es algo que tenemos en común -le espetó. Se le sonrojó el cuello. -Esta
mañana dijiste... -empezo él. -¿Qué dije? -Hablaste de que no debíamos perder
lo que hay entre nosotros... -Eso fue esta mañana -replicó Carole con ojos
acerados. Y de repente, agregó-: Me importa un bledo, Jerry. De mí, de nadie.
Se quedó mirándolo como desafiándolo a que no contestara. Cuando no lo hizo, se
mostró curiosamente satisfecha. -Buenas noches... -dijo, y se apartó de él.
Jerry observó cómo daba cinco, seis, siete pasos y se alejaba de él. En lo más
hondo deseaba llamarla, pero una docena de irrelevancias -el orgullo, la
fatiga, la inconveniencia- se lo impidieron. Finalmente, lo que lo hizo
reaccionar y le puso su nombre en los labios fue la idea de pasar otra noche en
la cama vacía, pensar en las sábanas cálidas sólo en donde él yaciera, y frías
como mil demonios a su derecha o a su izquierda. -Carole. No se volvió, ni
siquiera aminoró la marcha. Tuvo que correr para alcanzarla, consciente de que
la escena llamaría la atención de los transeúntes. -Carole -repitió, y la
sujetó del brazo. Se detuvo. Cuando se puso frente a ella para verle la cara,
se sorprendió al comprobar que estaba llorando. Aquello lo desarmó; detestaba
las lágrimas de Carole una pizca menos de lo que detestaba las suyas propias.
-Me rindo -le dijo, intentando sonreír-. La película era una obra de arte. ¿Qué
te parece? Se negó a permitir que sus payasadas la calmaran; tenía la cara
hinchada de desdichas. -No llores -le dijo-, por favor, no llores. No me...
(«No me salen bien las disculpas», quiso decir, pero en realidad se le daban
tan mal que ni siquiera logro expresarlo.) -Es igual -dijo ella en voz baja.
Jerry notó que no estaba enfadada, simplemente se sentía triste. -Anda,
volvamos a mi piso. -No quiero. -Pues yo quiero que vengas -le dijo él. Al
menos lo decía con sinceridad-. No me gusta hablar en la calle. Llamó un taxi y
regresaron a Kentish Town, sin decirse palabra. En mitad de la escalera, antes
de llegar a la puerta del apartamento, Carole dijo: -Qué perfume más asqueroso.
En la escalera flotaba un olor fuerte y ácido. -Alguien ha estado aquí arriba
-dijo Jerry. De pronto le entró una ansiedad inexplicable y subió rápidamente
el tramo restante hasta plantarse ante la puerta del apartamento. Estaba
abierta; habían forzado la cerradura sin reparos y astillado 1a madera de la
jamba. Lanzó una maldición. -¿Qué ocurre? -inquirió Carole, yendo tras él. -Han
entrado en mi piso. Entró en su casa y encendió la luz. El interior era un
caos. Lo habían destrozado todo a conciencia. Por todas partes sc observaban
pequeños actos de vandalismo: cuadros rotos, almohadas despanzurradas, muebles reducidos
a astillas. Jerry se quedó de pie, en medio del desastre, meneando la cabeza,
mientras Carole iba de cuarto en cuarto, descubriendo en cada uno la misma
prolija destrucción. -Es algo personal, Jerry. Él asintió. -Llamaré a la
policía -se ofreció Carole-. Fíjate en qué se han llevado. Hizo lo que le
ordenó con el rostro completamente pálido. El golpe de aquella invasión lo
había aturdido. Mientras caminaba sin rumbo por el apartamento para comprobar
el pandemónium - dándoles la vuelta alos objetos rotos, colocando los cajones
en su sitio-, se imaginó a los intrusos en plena tarea, riéndose mientras
revisaban sus ropas y sus recuerdos. En un rincón del dormitorio encontró todas
las fotos amontonadas. Habían orinado encima de ellas. -La policía está en
camino -le informó Carole -. Han dicho que no tocásemos nada. -Demasiado tarde
-murmuró. -¿Qué se han llevado? -Nada -replicó. Los objetos de valor -el
estéreo y el vídeo, las tarjetas de crédito, las pocas joyas estaban allí. Sólo
entonces recordó los planos. Regreso a la sala y empezó a buscar entre el
desastre, aunque sabía con certeza que no iba a encontrarlos. -Garvey - dijo.
-¿Qué pasa con Garvey? -Vino a buscar los planos de las Piscinas. O envió a
alguien. -¿Por qué? -inquirió Carole, contemplando el caos-. De todos modos
ibas a dárselos. -Fuiste tú la que me advirtió que no me relacionara con él...
–dijo Jerry, meneando la cabeza. -Nunca imaginé una cosa así. -Ya somos dos. La
policía llegó y se marchó, ofreciéndole unas magras disculpas cuando le
comentaron que no creían probable que arrestaran al culpable. -Últimamente, hay
muchos actos de vandalismo -le explicó el oficial-. Su vecino de abajo no
estaba... -No, están fuera. -Era la última esperanza. Recibimos muchas llamadas
como ésta. ¿Tiene el piso asegurado? -Sí. -Bueno, al menos es algo. En la
entrevista, Jerry no comentó nada de sus sospechas, aunque en repetidas
ocasiones sintió la tentación de lanzar sus acusaciones. En aquellas
circunstancias no tenía demasiado sentido acusar a Garvey. Por una parte, éste
tendría sus coartadas preparadas; por otra, ¿qué lograrían unas acusaciones sin
fundamento sino alimentar aún mas la locura de aquel hombre? -¿Qué vas a hacer?
le preguntó Carole cuando los policías terminaron de encogerse de hombros con indiferencia
y se marcharon. -No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que fuera Garvey. Por un
momento es todo dulzura y luz, y al siguiente, esto. ¿Cómo hacer frente a una
mente así? -No se le hace frente. Se la deja correr -repuso Carole-. ¿Quieres
quedarte aquí o venirte a casa? -Quiero quedarme. Realizaron un superficial
intento por restablecer la situación anterior; devolvieron los muebles no
demasiado rotos a su sitio, y quitaron los cristales rotos. Le dieron la vuelta
al colchón destrozado, buscaron dos cojines intactos y se fueron a la cama.
Carole quiso hacer el amor, pero esa seguridad, igual que gran parte de la vida
dr Jerry, estaba destinada a fracasar. Bajo las sábanas no lograron componer lo
que se había echado a perder fuera de ellas. La rabia de Jerry lo tornó brusco,
y su brusquedad enfureció a Carole. Debajo de él, Carole frunció el ceño y sus
besos se tornaron reacios y poco espontáneos. La renuencia de Carole hizo que
Jerry la desdeñase con mayor tosquedad. -Dejémoslo -dijo Carole, cuando Jerry
se disponía a penetrarla-. No quiero esto. Él sí, y cómo. Empujó antes de que
ella volviera a protestar. -He dicho que lo dejemos, Jerry. Jerry procuró no
oírla. Y se mostró más pesado que ella. -Déjalo ya. Jerry cerró los ojos.
Carole volvió a pedirle que lo dejara, pero él empujó con más fuerza, con una
furia verdadera, en la forma que a veces le había pedido ella cuando estaban
muy excitados, rogándoselo casi. Pero en ese momento lo maldecía, lo amenazaba,
y con cada palabra proferida Jerry se convencía de que no se dejaría engañar
esta vez, aunque en la entrepierna no sentía más que plenitud e incomodidad, y
la urgencia de acabar. Carole empezó a luchar; le arañó la espalda y le tiró
del pelo para apartar la cara de Jerry de su cuello. Mientras continuaba
moviéndose a Jerry se le ocurrió pensar que lo odiaría por aquello, y en eso,
al menos, estarían de acuerdo, pero la idea no tardó en dar paso a las
sensaciones. Concluido el veneno, se apartó de ella. -Bastardo... A Jerry le
ardía la espalda. Cuando se levantó de la cama, dejó manchas de sangre en las
sábanas. Buscando en el caos de la sala logró encontrar una botella de whisky
intacta. Pero las copas estaban todas rotas, y de repente le invadió el absurdo
melindre de que no quería beber a morro. Se agachó contra la pared, con la
espalda helada, y no se sintió ni desdichado ni orgulloso. La puerta principal
se abrió y se cerró con estrépito. Esperó un rato y oyó los pasos de Carole al
bajar la escalera. Entonces surgieron las lágrimas, aunque también se sintió
completamente alejado de ellas. Finalmente, concluido el ataque, fue a la
cocina, lo revisó todo hasta encontrar una taza y bebió de ella hasta perder el
sentido. El estudio de Garvey era un cuarto impresionante. Lo había hecho
decorar imitando el de un abogado experto en asuntos fiscales que había
conocido; las paredes estaban tapizadas de libros comprados por metros, el
color de la alfombra y la pintura se había apagado, por la acumulación del humo
de cigarro y de sabiduría. Cuando le costaba dormirse, como ahora, se retiraba
al estudio, se sentaba en la silla de respaldo de cuero detrás del enorme
escritorio, y soñaba con la legitimidad. Sin embargo, esa noche no fue así; esa
noche, sus pensamientos estaban invadidos por otras preocupaciones. Por más que
se esforzara en conducirlos por otro camino, ellos regresaban a Leopold Road.
No se acordaba demasiado de lo ocurrido en las Piscinas. Eso ya era de por sí
angustiante; siempre se había enorgullecido de poseer una aguzada memoria. De
hecho, su memoria para las caras vistas y los favores realizados le había
ayudado en gran medida a conseguir su actual poder. Se jactaba de que no había
un solo portero, ni una sola mujer de la limpieza, entre los cientos de
empleados que tenía al que no pudiera dirigirse por su nombre de pila. Pero de
los hechos acaecidos en Leopold Road hacía escasamente treinta y seis horas, de
cómo se le habían acercado las mujeres, de cómo la cuerda le había apretado el
cuello, de cómo lo habían conducido por el borde de la piscina hasta una cámara
cuya abyección le había despojado prácticamente de sus sentidos, conservaba
apenas un vago recuerdo. Lo ocurrido allí después se movía en su memoria como
lo hacían las siluetas en la mugre de la piscina: de un modo oscura y terriblemente
inquietante. Había experimentado humillaciones y horrores. Pero aparte de eso,
no recordaba nada. No era hombre que se inclinara ante tales ambigüedades sin
plantarles cara. Si había misterios que desvelar, él los desvelaría, y
aceptaría las consecuencias de la revelación. Su primera ofensiva había
consistido en enviar a Chandaman y a Fryer a destrozar el piso de Coloqhoun.
Si, tal como sospechaba, toda aquella empresa era una elaborada trampa
pergeñada por sus enemigos, entonces Coloqhoun estaba implicado. Sin duda no
sería más que una tapadera, y con toda seguridad no era la mente maestra que
ideara el plan. Pero Garvey se sintió satisfecho de que la destrucción de los
bienes muebles de Coloqhoun advirtiera a sus jefes de que estaba dispuesto a
pelear. También había dado otros frutos. Chandaman había regresado con los
planos de las Piscinas; estaban desplegados sobre el escritorio de Garvey.
Había trazado la ruta seguida a través del complejo una y otra vez con la
esperanza de azuzar su memoria. Pero se sintió defraudado. Cansado, se puso de
pie y se dirigió a la ventana del estudio. El jardín de la casa era inmenso, y
severamente cuidado. Aunque en aquel momento apenas lograba distinguir los
bordes inmaculados; la luz de las estrellas describía rudimentariamente el
mundo exterior. Lo único que lograba ver era su propio reflejo en el cristal
pulido. Cuando se concentró en su imagen, su silueta se onduló, y sintió una
flojedad en el bajo vientre, como si se le huhiera desatado algo. Se llevó la
mano al abdomen. Le picaba, temblaba, y por un instante se vio otra vez en las
Piscinas, desnudo; algo abultado se movía ante sus ojos. A punto estuvo de
gritar, pero se controló apartándose de la ventana y observando la habitación,
las alfombras, los libros y los muebles, la realidad sólida y sobria. No
obstante, las imágenes se negaban a abandonar su cabeza. Los pliegues de sus
intestinos siguieron temblando. Tardó varios minutos en reunir el coraje
suficiente como para volver a mirar su reflejo proyectado en la ventana.
Finalmente, cuando lo hizo, había desaparecido todo rastro de vacilación. No
volvería a soportar otras noches insomnes como aquélla, perseguido por los
fantasmas. Con las primeras luces del amanecer le llegó la convicción de que
aquél sería el día en que destrozaría al señor Coloqhoun. Esa mañana, Jerry
intentó telefonear a Carole a la oficina. En repetidas ocasiones le dijeron que
no podía ponerse. A la larga, dejó de intentarlo, y dedicó sus atenciones a la
hercúlea tarea de devolver un poco de orden al piso. Pero le faltaron la
concentración y las energías necesarias para hacer un buen trabajo. Tras una
hora fútil durante la cual apenas logró hacer mella en el problema, se dio por
vencido. El caos reflejaba perfeetamente la opinión que tenía de sí mismo. Lo
mejor sería dejarlo estar. Poco antes de mediodía, recibió una llamada. -¿El
señor Coloqhoun? ¿Gerard Coloqhoun? -Sí, soy yo. -Me llamo Fryer. Llamo de
parte del señor Garvey... -¿Ah, sí? ¿Aquella llamada sería para regodearse o
acaso amenazaba con ulteriores desgracias? -El señor Garvey esperaba que le
hiciera ciertas proposiciones –le dijo Fryer. -¿Proposiciones? -Está muy
entusiasmado con el proyecto de Leopold Road, señor Coloqhoun. Tiene la
impresión de que se puede sacar buen dinero. Jerry no dijo nada; aquella
palabrería lo confundía. -Al señor Garvey le gustaría mantener otra reunión lo
antes posible. -¿De veras? -En las Piscinas. Hay unos cuantos detalles
arquitectónicos que le gustaría enseñar a sus colegas. -Entiendo. -¿Estará
usted disponible para este mismo día? -Sí, claro. -¿Qué le parece a las cuatro
y media? La conversación terminó más o menos allí. Jerry quedo perplejo. En los
modales de Fryer no notó rastros de enemistad; ni una pizca, por más sutil que
fuera, de mala fe entre las partes. Tal vez, como había sugerido la policía.
los acontecimientos de la noche anterior habían sido obra de unos vándalos
anónimos y el robo de los planos un capricho de los responsables. Se animó un
poco. No todo estaba perdido. Volvió a telefonear a Carole, animado por aquel
giro de los acontecimientos. Esta vez no aceptó las excusas de sus colegas e
insistió en hablar con ella. Finalmente, se puso. -No quiero hablar contigo,
Jerry. Vete al diablo. -Escúchame... Le colgó antes de que lograra agregar nada
más. Volvió a llamarla. Cuando contestó y oyó su voz. se mostró desconcertada
de que estuviera tan ansioso por disculparse. -¿Por qué lo intentas? Dios
santo, ¿de qué sirve? Jerry notó que a Carole se le agolpaban las lágrimas en
la garganta. -Quiero que comprendas lo enfermo que me siento. Deja que lo
arregle, por favor, déjame que lo arregle. -No -contestó a su súplica. -No me
cuelgues. Por favor, no me cuelgues. Sé que fue imperdonable, Cristo, lo sé...
Carole siguió en silencio. -Pero piénsatelo, ¿quieres? Dame una oportunidad de
arreglar las cosas. ¿Lo harás? La oyó suspirar. -¿Me dejas? -Sí. Sí. Y colgó.
Partió hacia la cita en Leopold Road tres cuartos de hora antes de lo previsto,
pero a mitad de camino se puso a llover torrencialmente, tanto que el
limpiaparabrisas no daba abasto. El tráfico marchaba lento; durante más de
medio kilómetro avanzó despacio. Lo único que lograba distinguir eran las luces
de freno del vehículo de delante. Los minutos pasaron y su ansiedad fue en
aumento. Cuando por fin logró abandonar el atasco para tomar otro camino, ya se
le había hecho tarde. Nadie lo esperaba en la escalinata de las Piscinas; pero
el Rover verdeazulado de Garvey estaba aparcado en el camino. No había señales
del chófer. Jerry encontró un sitio para aparcar en el lado opuesto del camino,
y cruzó la calle bajo la lluvia. Desde el coche hasta las Piscinas no habría
más de veinticinco metros, pero llegó empapado y sin aliento. La puerta estaba
abierta. Era evidente que Garvey había manipulado la cerradura y se había
guarecido de la lluvia torrencial. Jerry entró. Garvey no estaba en el
vestíbulo, pero había otra persona. Un hombre de la altura de Jerry, pero mucho
más fornido. Llevaba guantes de cuero. Su rostro, a no ser por la ausencia de
costuras, podría haber sido del mismo material. -¿Coloqhoun? -Sí. -El señor
Garvey lo espera dentro. -¿Quién es usted? -Chandaman -repuso el hombre-.
Entre. Al final del pasillo había una luz. Jerry abrió las puertas de paneles
acristalados del vestíbulo y fue hacia la luz. A sus espaldas oyó la puerta
principal cerrarse con un chasquido, y luego el eco de los pasos del
lugarteniente de Garvey. Garvey hablaba con otro hombre, más bajo que
Chandaman, que llevaba una enorme linterna. Cuando los dos oyeron acercarse a
Jerry miraron en su dirección; la conversación cesó de repente. Garvey no le
tendió la mano ni le ofreció ningún comentario de bienvenida; simplemente se
limitó a decirle: -Ya era hora. -Es que la lluvia... -se excusó Jerry. Luego se
lo pensó mejor y no dio una explicación que resultaba evidente. -Ese remojón
puede causarle la muerte -comentó el de la linterna. Jerry reconoció
inmediatamente el tono dulzón. -Fryer. -El mismo -replicó el hombre. -Encantado
de conocerlo. Se estrecharon la mano, y al hacerlo, Jerry vio que Garvey lo
observaba como si le buscara una segunda cabeza. No dijo nada durante un buen
rato, limitándose a examinar la creciente inquietud reflejada en el rostro de
Jerry. -No soy un estúpido -dijo por fin Garvey. El comentario surgido así, de repente,
exigía una respuesta. -Ni siquiera creo que sea usted el cabecilla de este
asunto -prosiguió Garvey-. Estoy dispuesto a ser caritativo. -¿A qué viene todo
esto? -Caritativo -repitió Garvey-. Porque creo que se ha metido usted en
honduras. ¿Me equivoco? Jerry frunció el ceño. -Creo que tiene razón -repuso
Fryer. -Me parece que ni siquiera en estos momentos comprende el lío en que
está metido, ¿verdad? -inquirió Garvey. De repente, Jerry fue consciente de su
vulnerabilidad y de que Chandaman se encontraba detrás de él. -Sin embargo, no
creo que la ignorancia deba confundirse con el arrobamiento -continuó Garvey-.
Quiero decir que aunque no entienda nada, eso no lo hace menos culpable, ¿no le
parece? -No tengo ni idea de lo que me está hablando -protestó levemente Jerry.
Bajo la luz de la linterna, la cara de Garvey aparecía crispada y pálida; tenía
todo el aspecto de necesitar unas vacaciones. -De este lugar -replicó Garvey-.
Le estoy hablando de este lugar. De las mujeres que ha puesto aquí... para mi
beneficio. ¿A qué viene todo esto, Coloqhoun? Es todo lo que quiero saber. ¿A
qué viene todo esto? Jerry se encogió ligeramente de hombros. Cada palabra
pronunciada por Garvey lo dejaba más y más perplejo; pero ya le había advertido
que la ignorancia no constituía una excusa legítima. Tal vez la mejor respuesta
fuese una pregunta. -¿Ha visto usted mujeres? -Furcias, más bien -replicó
Garvey. El aliento le olía a ceniza de cigarro viejo-. ¿Para quién trabaja
usted, Coloqhoun? -Trabajo por mi cuenta. La propuesta que le hice... -Olvídese
de su maldita propuesta. No estoy interesado en hacer tratos con usted. -Ya
entiendo -repuso Jerry-. Entonces no le veo sentido a esta conversación. Dio un
paso para alejarse de Garvey, pero éste tendió un brazo y lo sujetó por la
americana empapada de lluvia. -No le he dicho que se fuera -le dijo. -Tengo
asuntos que atender... -Tendrán que esperar -le contestó Garvey sin soltarlo.
Jerry supo que si intentaba quitarse de encima a Garvey y correr hacia la
puerta principal, Chandaman se lo impediría antes de que diera tres pasos; por
otra parte, si no intentaba huir... -No me gustan los de su clase -prosiguió
Garvey, soltándolo-. Sabelotodos con vista para las buenas oportunidades. Se
creen ustedes muy listos, Sólo porque tienen un acento extravagante y corbatas
de seda. Permítame que le diga una cosa... -Con el dedo le dio una estocada en
la garganta-. Me importan ustedes una mierda. Sólo quiero saber para quién
trabaja. ¿Entendido? -Ya se lo he dicho... -¿Para quién trabaja? -insistió
Garvey, señalando cada palabra con una nueva estocada-. Hable o se va a sentir
usted muy, pero que muy mal. -Por el amor de Dios..., no trabajo para nadie. Y
no sé nada de esas mujeres. -No empeore usted las cosas -le aconsejó Fryer con
fingida preocupación. -Estoy diciendo la verdad. -Me parece que quiere que lo
lastimen -dijo Fryer-. ¿Es eso lo que quiere? Chandaman lanzó una risotada sin
alegría. -Sólo dígame algunos nombres -le pidió Garvey-. O le romperemos las
piernas. La amenaza, aunque inequívoca, no contribuyó a aclararle la mente a
Jerry. No veía otra forma de salir del embrollo más que insistir en su
inocencia. Si nombraba a algún jefe supremo ficticio, descubrirían la mentira
en seguida, y el engaño no haría sino empeorar las consecuencias. -Compruebe
mis credenciales -suplicó-. Usted cuenta con recursos. Averigüe por ahí. No soy
hombre de formar sociedades, Garvey, nunca lo he sido. Garvey dejó de mirar a
Jerry a la cara y se fijó en su hombro. Jerry captó el significado de la señal
demasiado tarde como para prepararse a recibir el golpe en los riñones del
hombre que tenía a sus espaldas. Cayó hacia adelante, pero antes de que chocara
con Garvey, Chandaman lo sujetó por el cuello y lo arrojó contra la pared. Se
dobló; el dolor no le dejó pensar en nada. Vagamente, oyó a Garvey preguntarle
otra vez quién era su jefe. Jerry negó con la cabeza. Tenía el cráneo lleno de
cojinetes, le matraqueaban entre las orejas. -Dios..., Dios... -dijo,
esforzándose por encontrar alguna palabra en su defensa para que no le pegaran.
Pero lo incorporaron violentamente antes de que se le ocurriera ninguna. Lo
iluminaron con la linterna. Se avergonzó de las lágrimas que le bañaban las
mejillas. -Quiero nombres -repitió Garvey. Los cojinetes continuaron matraqueando.
-Dale más -dijo Garvey. Chandaman se le acercó para entrenar los puños. Garvey
le ordenó que parara cuando Jerry estaba ya a punto de desmayarse. La cara de
cuero se apartó. -Póngase de pie cuando le hablo -le ordenó Garvey. Jerry
intentó obedecerle, pero su cuerpo no se mostró dispuesto. Temblaba, sentía
ganas de morir. -Póngase de pie -reiteró Fryer, interponiéndose entre Jerry y
su verdugo para asegurarse de que lo entendiera. Al tenerlo tan cerca, Jerry
olió el aroma ácido que Carole había descubierto en la escalera: era la colonia
de Fryer. -¡Póngase de pie! -gritó el hombre. Jerry levantó débilmente una mano
para escudarse del haz cegador. No lograba verles las caras, pero fue levemente
consciente de que Fryer impedía que Chandaman se le acercara. A la derecha de
Jerry, Garvey encendió una cerilla y acercó la llama a un cigarro. Era su
oportunidad: Garvey estaba ocupado, y el matón obstaculizado. Jerry la
aprovechó. Se agachó por debajo del haz de la linterna y se lanzó contra la
pared, al tiempo que le arrancaba a Fryer la linterna de la mano. La fuente
luminosa rodó con estrepito por los mosaicos y se apagó. En la repentina
oscuridad, Jerry hizo un esfuerzo por conseguir la libertad. A sus espaldas oyó
maldecir a Garvey, y a Chandaman y Fryer chocar entre sí al abalanzarse sobre
la linterna caída. Tanteó las paredes y llegó hasta el final del corredor.
Evidentemente, no había manera segura de deshacerse de sus verdugos y llegar a
la puerta principal; su única esperanza residía en perderse en la red de
corredores que se extendía delante de él. Llegó a una esquina y giró a la
derecha, recordando vagamente que se alejaba de las instalaciones principales y
se dirigía a los corredores de servicio. La paliza que le habían propinado,
aunque interrumpida antes de quedar incapacitado, lo había dejado magullado y
sin aliento. A cada paso que daba sentía un dolor agudo en la espalda y la
parte baja del abdomen. Cuando resbaló y cayó sobre los viscosos mosaicos a
punto estuvo de lanzar un grito. A sus espaldas, Garvey volvía a rugir. Habían
encontrado la linterna. Su luz se bamboleaba por el laberinto; iba en su busca.
Jerry se apresuró, contento de la escasa luz, pero no de su fuente. Lo
seguirían. Y si como Carole había dicho, el lugar era una simple espiral y los
corredores describían un giro incesante sin salida, entonces estaba perdido,
condenado. Mareado por el creciente calor, avanzó rogando encontrar una salida
de incendios que le permitiera huir de aquella trampa. -Ha ido por aquí -dijo
Fryer-. Seguro que ha ido por aquí. Garvey asintió; sin duda era el camino más
probable, y Coloqhoun lo habría seguido. Se alejaba de la luz y se adentraba en
el laberinto. -¿Vamos tras él? -preguntó Chandaman. Al hombre se le hacía la
boca agua al pensar en terminar con la paliza que había empezado a propinarle a
Jerry-. No puede haber ido muy lejos. -No -dijo Garvey. Nada, ni siquiera la
promesa de convertirlo en caballero, lo hubiera inducido a seguirlo. Fryer ya
había empezado a avanzar por el pasillo, iluminando con la linterna las paredes
relucientes. -Hace calor -dijo. Garvey sabia muy bien cuánto calor hacía. No
era un calor natural, no para Inglaterra. Inglaterra era una isla templada; por
eso nunca la había abandonado. El calor sofocante de otros continentes alimentaba
cosas grotescas de las que no quería enterarse. -¿Qué hacemos? -preguntó
Chandaman-. ¿Esperamos a que salga? Garvey sopesó esa opcion. El olor del
corredor empezaba a angustiarle. El vientre le ardía y tenía la piel de
gallina. Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna. Su virilidad se
había encogido, azorada. -No -repuso repentinamente. -¿No? -No vamos a esperar.
-No se quedará ahí dentro para siempre. -¡He dicho que no! No había imaginado
cuán profundamente lo haría sutrir el sudor que le producía aquel lugar. Aunque
le fastidiaba dejar que Coloqhoun se le escapara de aquel modo, sabía que si
permanecía allí durante más tiempo, se arriesgaba a perder el autocontrol.
-Podéis esperarle en su piso -le dijo a Chandaman-. Tarde o temprano tendrá que
volver a su casa. -Qué lástima -murmuró Fryer al salir del pasillo-, con lo que
me gustan las persecuciones. Tal vez no lo estuvieran siguiendo. Habían pasado
varios minutos desde que Jerry oyera las voces a sus espaldas. Su corazón había
dejado de latir con furia. La adrenalina ya no le incitaba a correr; sus
músculos cargados de magulladuras lo obligaron a arrastrarse. Su cuerpo se
rebeló incluso ante ese leve movimiento. Cuando dar un paso más se convirtió en
una agonía insoportable, se dejó caer por la pared y quedó acurrucado en el
pasillo. La ropa empapada se le pegó al cuerpo y a la garganta; sintió frío y
calor al mismo tiempo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el
chaleco y la camisa. La calidez del aire del laberinto le acarició la piel. El
contacto le resultó agradable. Cerró los ojos e intentó la autohipnosis para no
sentir el dolor. ¿Qué eran las sensaciones sino un truco de las terminaciones
nerviosas? Existían técnicas que permitían separar la mente del cuerpo, y dejar
atrás las agonías. En cuanto cerró los ojos oyó unos sonidos apagados que
provenían de muy cerca. Pasos, murmullo de voces. No eran Garvey y sus
secuaces; eran voces femeninas. Jerry levantó la agobiada cabeza y abrió los
ojos. O se había acostumbrado a la oscuridad en aquellos escasos momentos de
meditación o en el pasillo había aparecido una luz; sin duda sería eso último.
Se puso de pie. La chaqueta le pesaba como un muerto; se la quitó con esfuerzo
y la dejó caer donde había estado acostado. Entonces fue en dirección a la luz.
El calor había aumentado considerablemente en los últimos minutos; le producía ligeras
alucinaciones. Las paredes daban la impresión de haber abandonado la
verticalidad; en el aire, la transparencia se había convertido en una rielante
aurora. Giró en una esquina. La luz se tornó más brillante. Otra esquina más y
llegó a una diminuta cámara azulejada, donde el calor lo dejó sin aliento.
Boqueó como un pez varado en la playa y miró con esfuerzo hacia la puerta que
había en el otro extremo; el aire se iba tornando cada vez más denso. La luz
amarillenta que se colaba por la puerta era aún más brillante, pero no logró
reunir fuerzas suficientes para avanzar; el calor lo derrotó. Presintió que se
encontraba al borde del desmayo y tendió una mano para sostenerse, pero la
palma resbaló por los azulejos mojados y Jerry cayó al suelo, aterrizando sobre
un costado. Lanzó un grito de dolor. Gimiendo sus desdichas, encogió las
piernas contra el cuerpo y permaneció donde había caído. Si Garvey había oído
su grito, y había enviado a sus lugartenientes en su persecución, le daba
igual. Ya no le importaba nada. Desde el otro lado de la cámara le llegó el
sonido de un movimiento. Levantó la cabeza del suelo y abrió un poco los ojos.
En el vano de la puerta había una muchacha desnuda, o al menos eso era lo que
sus aturdidos sentidos le indicaban. Le brillaba la piel como si la tuviera
aceitada; en los pechos y los muslos tenía unas manchas de lo que podía haber
sido sangre añeja. Aunque no parecía suya. No había herida alguna que le
desfigurara el cuerpo reluciente. La muchacha había comenzado a reírse de el con
una risa suave y fácil que lo hizo sentir muy tonto. Su musicalidad lo
embriagó, y se esforzó por mirarla mejor. Había empezado a cruzar la cámara en
dirección a él, sin dejar de reírse; entonces advirtió que detrás de ella había
otras. Aquéllas eran las mujeres de las que Garvey le había hablado; aquélla
era la trampa de la que le había acusado. -¿Quién eres? -murmuró cuando la
muchacha se le acercó. A ésta la falló la risa cuando vio sus facciones
crispadas por el dolor. Jerry intentó sentarse derecho, pero tenía los brazos
entumecidos y volvió a resbalar por los mosaicos. La mujer no respondió a su
pregunta ni tampoco intentó ayudarlo. Se limitó a mirarlo fijamente como haría
un peatón a un borracho tendido en la cuneta; su rostro era inescrutable. Jerry
le devolvió la mirada y sintió que iba perdiendo el tenue asidero a la
conciencia. El calor, el dolor y aquella repentina erupción de belleza eran
demasiado. Las mujeres más alejadas se dispersaron en la oscuridad; toda la
cámara se plegó como la caja de un mago hasta que la criatura sublime que tenía
delante exigió toda su atención. Ante su muda insistencia, Jerry sintió que la
imaginación abandonaba su cabeza y que se deslizaba sobre la piel de la
muchacha, que aquella carne era un paisaje y que cada poro era una fosa y cada
cabello un pilón. Jerry fue suyo por completo. La mujer lo ahogó en sus ojos y
lo desolló con sus pestañas; lo revolcó por su abdomen y lo hizo descender por
el suave canal de su espalda. Lo recogió entre las nalgas y lo introdujo en su
calor para volverlo a sacar mientras Jerry creía que se quemaría vivo. La
velocidad lo regocijaba. Notó que su cuerpo, metido en alguna parte muy abajo,
se hiperventilaba en el terror; pero su imaginación, a la que no le importaba
respirar, se dirigía deseosa adonde la muchacha la condujera, y hacía rizos
como un pájaro, hasta que, mareado y maltrecho, fue arrojado de nuevo al cáliz
de su cráneo. Antes de que lograse aplicar la frágil herramienta de la razón a
los fenómenos que acababa de experimentar, sus ojos se cerraron y se desmayó.
El cuerpo no necesita de la mente. Cuenta con infinidad de procesos -llenar y
vaciar los pulmones, bombear la sangre y asimilar los alimentos- que no
requieren la autoridad del pensamiento. Sólo cuando uno o más de esos procesos
fallan, la mente adquiere conciencia de lo intrincado de los mecanismos que
habita. El desmayo de Coloqhoun sólo duró unos minutos, pero cuando volvió en
sí tuvo conciencia de su cuerpo como jamás la había tenido: como una trampa. Y
no logro salir de ella; estaba atado con grilletes a esa miseria, o mejor
dicho, en esa miseria. Estos pensamientos iban y venían. Y en medio se
producían breves visiones a través de las cuales caía, y momentos más breves
aún, durante los cuales atisbaba el mundo exterior. Las mujeres lo habían
recogido. La cabeza le colgaba, el pelo le arrastraba por el suelo. «Soy un
trofeo», pensó en un instante más coherente. Luego otra vez la oscuridad.
Nuevamente luchó por alcanzar la superficie y vio cómo lo transportaban por el
borde de la piscina grande. La nariz se le llenó de aromas contradictorios, a
la vez deliciosos y fétidos. Por el rabillo del ojo logró ver el agua, más
brillante que nunca, lamer las orillas de la piscina; y algo más, unas sombras
que se movían dentro del brillo. «Quieren ahogarme -pensó. Y luego-: Me estoy
ahogando ya.» Imaginó que el agua le llenaba la boca; imaginó las formas que
había entrevisto en la piscina invadirle la garganta y deslizarse hasta su
vientre. Se esforzó por vomitarlas en medio de convulsiones. Le pusieron una
mano sobre la cara. La palma era divinamente fresca. -Calla -le murmuró
alguien. Y al oír esa palabra, sus delirios desaparecieron. Consiguieron
apartarlo de sus miedos y devolverle la conciencia. La mano había desaparecido
de su frente. Miró a su alrededor, en la penumbra de la sala, para buscar a su
salvadora, pero sus ojos no fueron muy lejos. Al otro lado de la cámara -que
parecía haber sido una ducha comunitaria-, varios tubos colocados en lo alto de
la pared despedían sólidos arcos acuosos sobre los mosaicos, y desaguaban por
unos canales. Un fino rocio producido por las fuentes llenó el aire. Jerry se
incorporó. Tras la cascada del velo líquido se produjo un movimiento; una
silueta demasiado enorme para ser humana. Espió a través de la llovizna e
intentó encontrar algún sentido a aquellos pliegues de carne. ¿Era un animal?
Había allí un olor penetrante que tenía algo de zoológico. Jerry se movió con
considerable cautela para no llamar la atención de la bestia e intentó ponerse
de pie. Sin embargo, sus piernas no estuvieron a la altura de sus intenciones.
Lo único que logró fue arrastrarse un trecho por la sala sabre las manos y las
rodillas y espiar -una bestia a otra- a través del velo de agua. Presintió que
lo presentían, que la oscura criatura reclinada había vuelto los ojos en su
dirección. Cuando lo miró, sintió que se le erizaba la piel, pero no logró
apartar la vista. Y cuando él se disponía a examinarla mejor, en la sustancia
de la criatura se formó un chispazo fosforescente que se esparció en olas de
luz amarillenta por toda su tremenda silueta, revelándola en su totalidad a
Coloqhoun. Supo sin lugar a dudas que se trataba de una hembra, aunque no se
parecía a ninguna especie o género que él conociera. Mientras las olas de
luminosidad recorrían el físico de la criatura, descubrieron con cada nueva
ráfaga una configuración también nueva y fenomenal. Al observarla, a Jerry se
le ocurrió pensar en algo lento y fundido, vidrio tal vez, o piedra, como si su
carne adquiriera formas complicadas para ser devuelta al horno y moldeada otra
vez. Carecía de cabeza y piernas reconocibles como tales, pero sus contornos
estaban plagados de racimos de burbujas brillantes que podían haber sido ojos,
y aquí y allá despedía cintas iridiscentes -unas llamaradas lentas de color
pastel- que parecían encender por momentos el aire. Aquel cuerpo emitió
entonces una serie de suaves sonidos: suspiros y burbujeos. Se preguntó si se
estaría dirigiendo a él, y si era así, cómo esperaba que respondiera. Al oír
unas pisadas detras de él, se volvió hacia una de las mujeres en busca de
apoyo. -No tengas miedo -le dijo. -No tengo miedo -repuso Jerry. Era verdad. El
prodigio que tenía delante resultaba electrificante, pero no le producía ningún
temor. -¿Qué es? -preguntó. La mujer se mantuvo cerca de él. Su piel, bañada
por la luz que despedía la criatura, era dorada. A pesar de las circunstancias,
o tal vez precisamente a causa de ellas, sintió un temblor de deseo. -Es la Madonna. La Virgen
Madre. -¿Madre? -repitió Jerry, volviéndose otra vez para ver a la criatura.
Las olas de fosforescencia habían dejado de recorrer el cuerpo. La luz latía
ahora en una parte concreta de su anatomía, y en esa región, siguiendo el ritmo
del pulso, la sustancia de la
Madonna se hinchó y se partió. A sus espaldas Jerry oyó más
pasos; el eco de unos susurros, de risas y aplausos llenó la cámara. La Madonna estaba pariendo.
La carne hinchada se abría. Una luz líquida comenzó a manar; un olor a fuego y
sangre llenó la sala de duchas. Una muchacha lanzó un grito, como en armonía
con la Madonna. Los
aplausos arreciaron, y de repente, del corte abierto en la Madonna salió una criatura
-una mezcla de calamar y cordero esquilado-, que cayó sobre los mosaicos. El
agua que salía de los tubos la despertó inmediatamente; la criatura echó la
cabeza hacia atrás para mirar a su alrededor con su único ojo, enorme y
perfectamente lúcido. Se retorció sobre los mosaicos durante unos instantes
antes de que la chica que estaba al lado de Jerry avanzara entre el velo de
agua y la recogiera. Su boca desdentada buscó rápidamente el pecho. La muchacha
la acercó al pezón. -No es humana... -murmuró Jerry. No estaba preparado para
ver una criatura tan extraña y, sin embargo, tan inequívocamente inteligente-.
Los niños... ¿son todos iguales? Arrobada, la madre sustituta miró el saco de
vida acurrucado entre sus brazos. -Nadie es igual a nadie -repuso-. Nosotras
los alimentamos. Algunos mueren. Otros viven y se van en busca de sus destinos.
-¿Adónde, por el amor de Dios? -Al agua. Al mar. A los sueños. La muchacha
arrulló a la criatura. Un miembro aflautado, recorrido por la luz como había
ocurrido con su madre, se agitó en el aire lleno de placer. -¿Y el padre? -No
necesita marido -repuso-. Podría hacer hijos con un chubasco si quisiera. Jerry
volvió a mirar a la
Madonna. En ella apenas quedaban vestigios de luz. El enorme
cuerpo lanzó un zarcillo llameante color azafrán, que se mojó bajo la cascada
de agua y dibujó unas formas danzarinas sobre la pared. Después se quedó
quieta. Cuando Jerry se volvió, la madre sustituta y la criatura se habían ido.
Se habían marchado todas menos una. Era la muchacha que se le había aparecido
la primera vez. Su rostro volvía a lucir la misma sonrisa; estaba sentada al
otro extremo de la habitación, con las piernas separadas. Jerry entrecerró los
ojos para verle la entrepierna y luego le miró otra vez a la cara. -¿De qué
tienes miedo? -le preguntó la chica. -No tengo miedo. -¿Por qué no vienes a mí
entonces? Jerry se puso de pie, atravesó la cámara y fue hasta donde ella
estaba sentada. A sus espaldas, el agua seguía manando y corriendo por los
mosaicos, y detrás de las fuentes, las carnes de la Madonna murmuraban. Su
presencia no lo intimidaba. Los de su clase seguramente no merecían la atención
de semejante criatura. Y si lo veía, seguramente lo consideraría un ser
ridículo. ¡Cielos! Si hasta él mismo se consideraba ridículo. Ya no le quedaban
ni dignidad ni esperanzas que perder. Mañana, todo aquello sería un sueño: el
agua, las criaturas, la belleza que se incorporaba para abrazarlo. Mañana
creería que había estado muerto durante un día y visitado unos baños para
ángeles. Pero ahora, tenía que aprovechar la oportunidad. Después de hacer el
amor con la muchacha sonriente, cuando intentó recordar los detalles del acto,
no logró precisar con exactitud si había llegado a algo. Sólo le quedaron los
más vagos recuerdos, y no se acordaba de los besos de la muchacha ni del
acoplamiento, sino de la leche que le goteaba de los pechos y de la forma en
que ella murmuraba: «Nunca..., nunca...» mientras se entrelazaban. Cuando
terminaron, ella se mostró indiferente. Ya no hubo palabras ni sonrisas. La
muchacha lo dejó solo en medio de la llovizna de la cámara. Jerry se abrochó
los sucios pantalones y dejó a la
Madonna con su fecundidad. Un corto pasillo conducía de la
sala de duchas a la piscina grande. Tal como comprobara vagamente cuando las
muchachas lo llevaron en presencia de la Madonna, estaba llena a rebosar. Los hijos de la Madonna jugaban en el agua
radiante; sus formas eran innumerables. Las mujeres no estaban por ninguna
parte, pero la puerta que daba al corredor exterior estaba abierta. La
traspuso, y no había dado más de seis pasos cuando se cerro tras él. Ezra
Garvey se dio cuenta demasiado tarde de que regresar a las Piscinas (aunque
fuera para un acto de intimidación del que normalmente hubiera disfrutado)
había sido un error. Habla vuelto a abrirle una herida que creía a punto de
cicatrizar, y le había traído los recuerdos de su segunda visita, de las
mujeres y de lo que le habían hecho ver (recuerdos que intentó aclarar hasta
comprender su verdadera naturaleza) cerca de la superficie. Lo habían drogado,
de un modo u otro lo habían drogado, y cuando estaba débil y había perdido todo
sentido del decoro, lo habían explotado para divertirse. Lo habían amamantado
como a un niño y lo habían convertido en su juguete. Esos recuerdos lo dejaban
perplejo; pero había otros, demasiado profundos como para distinguirlos, que lo
consternaban. Recuerdos de una cámara, de agua que caía en forma de cortina, de
una oscuridad terrible y de una luminiscencia más terrible aún. Sabía que había
llegado la hora de destrozar esos sueños bajo los pies y de poner fin a
semejante desconcierto. Era un hombre que no olvidaba los favores recibidos ni
realizados; poco antes de las once hizo dos llamadas telefónicas para hacer
valer dos de esos favores. Fuera lo que fuese lo que vivía en las Piscinas de
Leopold Road, no continuaría prosperando. Satisfecho con sus maniobras
nocturnas, subió a acostarse. Desde el incidente con Coloqhoun se había bebido
gran parte de una botella de aguardiente; tenía frío y se sentía inquieto. El
alcohol comenzó a hacerle efecto. Le pesaban las piernas y la cabeza. Ni
siquiera se molestó en desvestirse, y se acostó en la cama grande durante unos
minutos para aclararse un poco. Cuando se despertó era la una y media de la
madrugada. Se incorporó. El estómago volvía a hacerle cabriolas; en realidad,
todo el cuerpo parecía traumatizado. En sus cincuenta y tantos años rara vez
había estado enfermo; el éxito había mantenido a raya los achaques. Pero ahora
se sentía fatal. Tenía un dolor de cabeza espantoso; tambaleándose, fue desde
el dormitorio a la cocina tanteando las paredes. Se sirvió un vaso de leche, se
sentó a la mesa y se lo llevó a los labios. Pero no bebió. Sus ojos se posaron
en la mano que sostenía el vaso. La miró a través de la bruma del dolor. No se
parecía a su mano; era demasiado delicada, demasiado suave. Dejó el vaso; temblaba
de tal modo que derramó la leche sobre la mesa de teca y el charco formado
empezó a caer al suelo. Se puso de pie. El sonido de la leche al caer sobre los
mosaicos de la cocina despertó en él unos pensamientos muy curiosos. Se dirigió
vacilante hacia su estudio. Necesitaba la compañía de alguien, de cualquiera.
Tomó la agenda telefónica e intentó descifrar los garabatos de las páginas,
pero los números no le resultaban claros. El pánico fue en aumento. ¿Sería
aquello la locura? El delirio de la mano transformada, las sensaciones extrañas
que le recorrían el cuerpo. Se desabrochó la camisa, y al hacerlo, su mano rozó
otro delirio más absurdo que el anterior. Con dedos renuentes se abrió la
camisa, repitiéndose una y otra vez que nada de aquello era posible. Pero las
pruebas eran bien claras. Tocó un cuerpo que ya no era el suyo. Todavía había
señales de que la carne y los huesos le pertenecían -una cicatriz de
apendicitis en la parte baja del abdomen, la marca de nacimiento debajo del
brazo-, pero la sustancia de su cuerpo había sido transformada (estaba siendo
transformada mientras él observaba) en formas vergonzantes. Hundió las uñas en
las formas que le desfiguraban el torso, como si fueran a disolverse ante el
asalto, pero sólo logró que sangraran. En otras épocas, Ezra Garvey había
sufrido mucho, y casi todos los sufrimientos habían sido autoinfligidos. Había
estado en la cárcel; había estado a punto de recibir serias heridas; había
soportado los engaños de mujeres hermosas. Pero esos tormentos no eran nada
comparados con la angustia que sentía ahora. ¡No era él mismo! Le habían
quitado el cuerpo mientras dormía y le habían dejado aquél a cambio. El horror
de aquella realidad destrozó su autoestima, y su cordura peligró. Incapaz de
frenar las lágrimas, empezó a tirar del cinturón. «Por favor, Dios mío -se
dijo-, por favor, permite que siga entero.» Las lágrimas apenas le dejaban ver.
Se las enjugó de un manotazo y se miró la entrepierna. Al ver las deformidades
que allí se estaban produciendo, rugió hasta hacer temblar las ventanas. Garvey
no era hombre para engaños. Sabía que la discusión no contribuiría en nada a
mejorar los hechos. No sabia con seguridad cómo había sido escrito en su cuerpo
aquel tratado de transformación, y no le importaba demasiado. Lo único que se
le ocurría pensar era que se moriría de vergüenza si alguna vez aquella vil
condición llegaba a ver la luz del día. Regresó a la cocina y sacó un enorme
cuchillo del cajón; luego se arregló la ropa y abandonó la casa. Sus lágrimas
se habían secado. Llorar ahora sería un desperdicio, y él no era un derrochón.
Atravesó la ciudad vacía en su coche y fue hacia el río; cruzó el puente
Blackfriars. Allí aparcó y fue andando hasta la orilla. Esa noche el Támesis
estaba crecido y sus aguas bajaban rápidas; en la superficie había espuma
blanca. Sólo entonces, después de llegar tan lejos sin analizar demasiado sus
intenciones, el temor a morir lo detuvo. Era un hombre rico e influyente,
¿acaso no habría otras salidas a aquella pesadilla que la solución a la que se
había lanzado de cabeza? ¿Traficantes de píldoras que pudieran invertir la
locura que había invadido sus células? ¿Cirujanos que cercenaran las partes
ofensivas y suturaran los retazos de su yo perdido? ¿Cuánto durarían esas
soluciones? Tarde o temprano el proceso volvería a empezar, lo sabía. Nadie
podía ayudarlo. Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle
sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó
todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo,
el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía
detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla
de femineidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había
acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto -cuando se
había olvidado momentáneamente de sí mismo-, las muy furcias lo hablan sometido
a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado.
Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la
autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría
la posibilidad de ver el resultado de su obra. El viento era frío, pero él
tenía la sangre caliente. Lo envolvió con sus ráfagas mientras él se
acuchillaba el cuerpo. El Támesis recibió la libación con entusiasmo. A sus
pies, lamía la orilla formando remolinos. No había concluido el trabajo, cuando
la pérdida de sangre lo venció. «Da igual -pensó, mientras se le doblaban las
rodillas y caía al agua-, ahora no me verán más que los peces.» Cuando el río
se cerró sobre él, rogó por que la muerte no fuera mujer. Mucho antes de que
Garvey hubiera despertado en mitad de la noche y descubierto la rebelión de su
cuerpo, Jerry había abandonado las Piscinas, había subido a su coche e
intentado regresar a su casa. Pero le había costado un gran esfuerzo llevar a
cabo esa tarea tan simple. Tenía los ojos nublados, y el sentido de la
dirección trastocado. En una intersección estuvo a punto de provocar un
accidente, por lo que aparcó el coche y empezó a caminar hasta su casa. Los
recuerdos de lo que acababa de ocurrirle no eran en absoluto claros, aunque los
acontecimientos apenas tenían horas de vida. Tenía la cabeza plagada de
extrañas asociaciones. Andaba en el mundo real como en sueños. Sin embargo,
cuando vio a Chandaman y a Fryer esperándole en el dormitorio de su
apartamento, volvió a la realidad como si le hubieran dado de bofetadas. No
esperó a que lo saludasen; se volvió y echó a correr. Durante la espera le
habían vaciado las reservas de bebidas alcohólicas y reaccionaron con lentitud.
Jerry había bajado la escalera y abandonado la casa antes de que ellos salieran
en su persecución. Fue andando hasta casa de Carole, pero no estaba. No le
importó esperar. Se sentó en los escalones de la entrada y allí estuvo durante
media hora: cuando llegó el inquilino del piso superior, logró convencerlo de
que lo dejase entrar y esperó en la relativa calidez de la casa. Se sentó en la
escalera y en la duermevela volvió sobre sus pasos y regresó a la intersección
donde había abandonado el coche. Una multitud pasaba por allí. «¿Adónde van?»,
inquirió. «A ver los yates», le respondieron. «¿Qué yates?», quiso saber, pero
la gente se alejaba charlando. Siguió andando durante un rato. El ciclo estaba
oscuro, pero las calles se hallaban iluminadas por una luz azulada, carente de
sombras. Cuando ya iba a ver las Piscinas, oyó como un chapaleo y, al doblar
una esquina, descubrió que la marea iba subiendo por la calle Leopold. ¿Qué
clase de mar era aquél?, preguntó a las gaviotas que volaban en el cielo,
porque el olor a salitre del aire denotaba que aquellas aguas eran del océano y
no del río. ¿Acaso importaba qué mar era?, replicaron las gaviotas. En
definitiva, ¿no eran todos los mares un mismo mar? Se quedó mirando cómo las
olas iban subiendo por el asfalto. Su avance, aunque delicado, derribó farolas
y erosionó los cimientos de los edificios con tanta rapidez que éstos se
derrumbaban en silencio, bajo la marea glacial. Las olas no tardaron en bañarle
los pies. Los peces, pequeños dardos plateados, se movían en el agua. -¿Jerry?
Carole estaba en la escalera, mirándolo fijamente. -¿Qué diablos te ha pasado?
-Estuve a punto de ahogarme -repuso. Le habló de la trampa que Garvey le había
tendido en Leopold Road, de la paliza recibida y de la presencia de los
maleantes en su propia casa. Carole le ofreció su fría comprensión. Jerry no le
contó nada sobre la persecución por la espiral, ni de las mujeres, ni de la
cosa que había visto en las duchas. Le habría resultado imposible referirlo,
aunque hubiera querido; cada hora que pasaba desde que abandonara las Piscinas
estaba menos seguro de haber visto nada. -¿Quieres quedarte aquí? -ofreció
Carole cuando Jcrry terminó su relato. -Creí que nunca me lo preguntarías.
-Será mejor que tomes un baño. ¿Estas seguro de que no te han roto ningún
hueso? -Creo que a estas alturas ya lo sentiría si lo hubieran hecho.
Seguramente no tendría huesos rotos, pero no había salido incólume. El torso
era una colección de morados, y le dolía todo, desde la cabeza a los pies. Tras
permanecer media hora en remojo, salió de la bañera y se miró en el espejo;
tenía el cuerpo hinchado por la paliza, y la piel del pecho se veía suave y
tensa. No era un bonito panorama. -Mañana deberás ir a la policía -le dijo
Carole más tarde, cuando estaban acostados-. Y harás que arresten al bastardo
de Garvey... -Supongo... Carole se inclinó sobre él. Tenía la cara blanda por
la fatiga. Lo besó suavemente. -Me gustaría quererte -le dijo. Jerry no la
miró-. ¿Por qué me lo pones tan difícil? -¿Te lo pongo difícil? -inquirió; los
ojos se le cerraban. Carole deseó deslizar la mano por debajo de la bata que
llevaba puesta -nunca había logrado comprender la timidez de Jerry, pero le
resultaba atractiva- y acariciarlo. Pero en la forma en que yacía Jerry había
cierto aislamiento que dejaba entrever su deseo de no ser tocado, y ella lo
respetó. -Apagaré la luz -le dijo. Pero él no la oyó, ya se había dormido. La
marea no fue amable con Ezra Garvey. Recogió su cuerpo y jugueteó con él,
lanzándolo a la orilla y volviendo a llevarlo hacia el interior durante un
rato, picoteándolo como un comensal harto que escarba la comida. Llevó el
cuerpo río abajo durante más de un kilómetro y luego se cansó de su peso. La
corriente lo relegó al remanso de las orillas, y allí, a la altura de
Battersea, quedó enganchado en una cuerda de amarre; su cuerpo exangüe se
reveló en toda su extensión cuando lo abandonó la marea y vino la madrugada a
espiar. A las ocho su audiencia se componía de alguien más que la mañana. Jerry
se despertó con el ruido de la ducha proveniente del baño contiguo. Las
cortinas del dormitorio todavía estaban echadas. Sólo un diminuto haz luminoso
logró filtrarse hasta donde yacía. Sc dio la vuelta y sepultó la cabeza en la
almohada, para que la luz no le molestase, pero su cabeza, una vez agitada,
comenzó a darle vueltas. Le esperaba un día muy difícil; tendría que explicar
los acontecimientos recientes a la policía. Le harían preguntas y algunas
resultarían incómodas. Cuanto antes recapitulara su versión, más hermética
sería. Volvió a darse la vuelta y apartó las sábanas. Lo primero que se le
ocurrió pensar cuando se miró fue que no se había despertado del todo, sino que
continuaba con la cara sepultada en la almohada y soñaba ese despertar. Que
soñaba el cuerpo en el cual habitaba, con sus pechos florecientes y el vientre
suave. Aquel cuerpo no le pertenecía; el suyo era del otro sexo. Sacudió la
cabeza e intentó despertarse, pero no existía nada a lo cual despertar. Estaba
allí. Aquella anatomía transformada era la suya -aquella raja, aquella
suavidad, aquel extraño peso-, todo era suyo. En las horas transcurridas desde
la medianoche lo habían destejido para volver a hacerle otra imagen. Desde el
cuarto de baño, el sonido de la ducha le devolvió el recuerdo de la Madonna. Y de la mujer
que lo había persuadido con halagos para que la poseyera y le había susurrado,
mientras él fruncía el ceño y continuaba con las arremetidas, «Nunca...,
nunca...», diciéndole, aunque entonces estaba lejos de sospecharlo, que aquél
sería su último acoplamiento como hombre. Habían conspirado -la mujer y la Madonna- para someterlo a
aquel hechizo. Y el no poder siquiera aferrarse a su propio sexo, el hecho de
que la virilidad, al igual que la influencia y la riqueza, le fueran prometidas
para serle arrebatadas después, ¿acaso todo aquello no representaba el fracaso
más perfecto de su vida? Salió de la cama; hizo girar las manos para admirar su
nueva delicadeza y se pasó las palmas por los pechos. No tenía miedo, pero
tampoco sentía júbilo. Aceptó aquel fait accompli como un bebé acepta su
condición, sin tener idea del bien o del mal que podía hacerle. Tal vez habría
más hechizos de donde provenía éste. Si así era, volvería a las Piscinas y los
buscaría él mismo; seguiría la espiral hasta su corazón caliente y discutiría
acerca de los misterios con la
Madonna. ¡En el mundo había milagros! Fuerzas que podían
volver la carne del revés sin producir sangre, que podían destruir la tiranía
de lo real y jugar con sus ruinas. En el cuarto de baño, el agua de la ducha
continuaba cayendo. Se aproximó a la puerta del lavabo, ligeramente
entreabierta, y espió. Aunque la ducha estaba abierta, Carole no se encontraba
debajo de ella. Estaba sentada en el borde de la bañera y con las manos se
cubría la cara. Lo oyó aproximarse a la puerta. Su cuerpo dio un respingo. No
levantó la vista. -Te he visto... -le dijo. Su voz era gutural, llena de un
horror que no lograba domeñar-. ¿Me estoy volviendo loca? -No. -¿Entonces qué
ocurre? -No lo sé -repuso Jerry, sencillamente-. ¿Tan terrible es? -Es
repugnante, odioso. No quiero mirarte. ¿Me oyes? No quiero verte. No intentó
discutir. Carole no quería saber nada de él, y era su prerrogativa. Volvió al
dormitorio, se vistió con sus ropas sucias y regresó a las Piscinas.
Nadie reparó en él, o mejor dicho, si por el camino alguien
notó algo extraño en aquel peatón -una disparidad entre las ropas que vestía y
el cuerpo que las llevaba-, se limitó a mirar hacia otra parte, sin deseos de
enfrentarse a semejante problema a una hora tan temprana y sobrio. Cuando llegó
a Leopold Road, en la escalinata había varios hombres. Hablaban, aunque él no
lo supo, de la inminente demolición. Jerry se detuvo en el portal de una
tienda, al otro lado de la calle, hasta que el trío se alejó; entonces, fue
hasta la puerta principal de las Piscinas. Temía que hubieran cambiado la
cerradura, pero no lo habían hecho. Entró fácilmente y cerró la puerta tras de
sí. No llevaba linterna, pero cuando se internó en el laberinto se dejó guiar
por el instinto y éste no le falló. Al cabo de unos minutos de exploración por
los corredores sumidos en la oscuridad tropezó con la chaqueta que había dejado
el día anterior; unos giros más adelante, llegó a la cámara donde la muchacha
risueña lo había encontrado. Había una ligera luz proveniente de la piscina.
Habían desaparecido casi todos los vestigios de luminiscencia que lo habían
conducido hasta allí. Atravesó la cámara de prisa, lleno de aprensión. La
piscina seguía llena a rebosar, pero la luz se había apagado casi por completo.
Examinó el caldo: no había movimiento en sus profundidades. Se habían ido. Las
madres, los hijos. También se habría ido su causa primera, la Madonna. Se dirigió a
las duchas. Sí, se había marchado. Más aún, la cámara había sido destruida,
como en un rapto de rabia. Habían arrancado los azulejos de las paredes y
destrozado las tuberías. Aquí y allá vio manchas de sangre. Le dio la espalda a
la destrucción y regresó a la piscina, preguntándose si habría sido su invasión
lo que las había alejado de aquel templo provisional. Fuera cual fuese el
motivo, las brujas se habían ido, y él, su criatura, se encontraba abandonado y
privado de los misterios. Desesperado, vagó por el borde de la piscina. La
superficie del agua no estaba del todo en calma: en ella había despertado un
círculo de olas que aumentaba como un latido. Se quedó mirando cómo el oleaje
iba ganando impulso y extendía sus brazos por la piscina. De repente, el nivel
del agua comenzó a descender. El oleaje se convirtió rápidamente en un remolino
de aguas espumosas. En el fondo de la piscina habían abierto alguna boca y el
agua estaba drenando. ¿Habría huido por allí la Madonna? Corrió hasta el
extremo opuesto de la piscina y examinó los azulejos. ¡Sí! Al abandonar su
altar para lanzarse a la seguridad de la piscina, había dejado tras ella un
rastro de fluido. Y si por ahí se había marchado la Madonna, ¿acaso las demás
no la habrían seguido? No tenía manera de saber adónde iban a desembocar las
aguas. Tal vez a las cloacas y de allí al río y, finalmente, al mar. Ahogándose
hasta morir, hacia la extinción de la magia. O a través de algún canal secreto,
hacia la tierra, a algún santuario seguro, apartado de los curiosos, donde el
éxtasis no estaba prohibido. Las aguas enloquecían rápidamente a medida que la
succión las reclamaba. El vórtice giraba, hervía, escupía. Estudió la forma que
describía. Una espiral, por supuesto. Elegante, inevitable. Las aguas bajaban
de prisa y el chapaleo pasó a ser rugido. Pronto no quedaría nada, y la puerta
hacia otro mundo quedaría sellada y se perdería. No tenía alternativa: saltó.
La corriente arremolinada tiró de él hacia abajo y dio vueltas y más vueltas,
descendiendo más y más. Se sintió lanzado contra el suelo de la piscina y dio
varias volteretas a medida que la corriente tiraba inexorablemente de él
aproximándolo a la salida. Abrió los ojos. La corriente lo arrastró hasta el
borde y más allá. El torrente lo acogió bajo su custodia y con su furia lo
lanzó hacia atrás y hacia adelante. Más adelante había luz. No logró calcular a
qué distancia se encontraba, pero ¿qué importancia tenía? Si se ahogaba antes
de alcanzarla y moría antes de concluir el viaje, ¿qué? La muerte no era más
segura que el sueño de masculinidad que había vivido durante todos esos años.
Los términos de la descripción no servían para otra cosa que para ser
trastocados, cambiados radicalmente. La tierra estaría brillante, ¿no?, y
probablemente plagada de estrellas. Abrió la boca y gritó en el remolino, a
medida que la luz crecía y crecía, cual himno en alabanza de la paradoja.